Jos 5, 9a.
10-12; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32
Si yo hablara todas
las lenguas de los hombres y de los ángeles y me faltara el amor, no sería más
que un bronce que resuena y una campana que tañe.
1 Cor 13, 1
El que está unido a
Cristo es como si hubiera sido καινὴ κτίσις
“creado
de nuevo”.
2Cor 5, 17
El
otro día un sacerdote le preguntó a su feligresía quién prefería ser entre los
dos hermanos de la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de este Cuarto
Domingo de Cuaresma, (ciclo C): Unos tomaron partido por el hermano mayor y no
faltaron los que se pusieron del lado del menor.
Claro
que el protagonista es el menor y el antagonista es el mayor. Pero, nos hemos
fijado excesivamente en el menor que fue el que pidió su parte de la herencia
y, sentimos que no hemos prestado toda la atención necesaria al hermano que se
quedó… Puede que el hermano menor represente a todos los pecadores,
prostitutas, publicanos y demás; pero el hermano mayor representa con creses el fariseísmo. En alguna parte hemos leído
que los fariseos no eran malos –y eso es cierto- eran “fieles”, “muy fieles”,
diríamos que eran “exageradamente fieles” a su manera, de una manera tan
reforzada que se pasa. Quizás la muestra más farisaica del hermano mayor es
cuando dice. “Hace tantos años que te δουλεύω “sirvo” sin haber παρῆλθον “desobedecido” jamás ni una sola de tus ἐντολήν
“ordenes”…” La relación
que expresa esta frase es de “servilismo”; y –definitivamente- Dios no nos ve
como siervos, lo cual ya Jesús nos lo ha explicado detalladamente manifestando
que nos ve como “amigos”.
Pero si la
relación se tergiversa, se enferma, se desvía, se obstruye hasta el bloqueo! ¡Sobreviene
la crisis de identidad! En cambio, veamos cómo le respondió su Padre, vayamos
al verso 31: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Es decir,
tenemos que entender verdaderamente quienes somos. Viene al caso relatar una
parábola de Anthony de Mello titulada ¿QUIÉN ERES?
«Una mujer estaba agonizando
en la sala de un hospital. De pronto, tuvo la sensación de que era llevada al
cielo y presentada ante un Tribunal.
“¿Quién eres?”, dijo una
Voz.
“Soy la mujer del alcalde”,
respondió ella.
“Te he preguntado quién
eres, no con quién estás casada.”
“Soy la madre de cuatro
hijos.”
“Te he preguntado quien
eres, no cuántos hijos tienes.”
“Soy una maestra.”
“Te he preguntado quién
eres, no cuál es tu profesión.”
Y así sucesivamente.
Respondiera lo que respondiera, no parecía poder dar una respuesta satisfactoria
a la pregunta “¿Quién eres?”
“Soy cristiana”, respondió
ella.
“Te he preguntado quién
eres, no cuál es tu religión.”
“Soy una persona que iba
todos los días a la iglesia y ayudaba a los pobres y necesitados.”
“Te he preguntado quién
eres, no lo que hacías.”
Evidentemente, no consiguió
pasar el examen, y fue enviada de nuevo a la tierra. Cuando se recuperó de su
enfermedad, tomó la determinación de averiguar quién era realmente y su vida
cobró otro sentido…»
No sabemos si se debe
decir la respuesta correcta, o es mejor dejar que el lector la deduzca, pero
nosotros queremos acelerar la reacción y poner por expreso que nuestra
verdadera e íntima identidad es la de ser hijos de Dios. No somos
ni nuestros títulos, ni nuestras riquezas, ni siquiera nuestras pobrezas sean
estas materiales, morales o espirituales… Esto lo queremos ilustrar con otra
parábola de Tony. Esta lleva por título EL ABRAZO DE DIOS
«Un hombre santo, orgulloso de serlo,
ansiaba con todas sus fuerzas ver a Dios. Un día Dios le habló en un sueño:
“¿Quieres verme? En la montaña, lejos de todos y de todo, te abrazaré”.
Al despertar al día siguiente comenzó
a pensar qué podría ofrecerle a Dios. Pero ¿qué podía encontrar digno de Dios?
“Ya lo sé”, pensó. “Le llevaré mi
hermoso jarrón nuevo. Es valioso y le encantará...
Pero no puedo llevarlo vacío. Debo
llenarlo de algo”.
Estuvo pensando mucho en lo que
metería en el precioso jarrón. ¿Oro? ¿Plata?
Después de todo, Dios mismo había
hecho todas aquellas cosas, por lo que se merecía un presente mucho más
valioso.
“Sí”, pensó al final, “le daré a Dios
mis oraciones. Esto es lo que esperará de un hombre santo como yo. Mis
oraciones, mi limosna, sufrimientos,
sacrificios, buenas obras...”.
Estaba contento de haber descubierto
justamente lo que Dios esperaría y decidió aumentar sus oraciones y buenas
obras, consiguiendo un verdadero récord. Durante las pocas semanas siguientes
anotó cada oración y buena obra colocando una piedrecita en su jarrón. Cuando
estuviera lleno lo subiría a la montaña y se lo ofrecería a Dios.
Finalmente, con su precioso jarrón
hasta los bordes, se puso en camino hacia la montaña. A cada paso se repetía lo
que debía decir a Dios: “Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que
sí y que quedarás encantado con todas las oraciones y buenas obras que he
ahorrado durante este tiempo para ofrecértelas. Por favor, abrázame ahora”.
Al llegar a la montaña, oyó una voz
que descendía retumbado de las nubes: “¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te
escondes de mí? ¿Qué has puesto entre nosotros?”
“Soy yo. Tu santo hombre. Te he traído
este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para Ti”.
“Pero no te veo. ¿Por qué has de
esconderte detrás de ese enorme jarrón? No nos veremos de ese modo. Deseo
abrazarte; por tanto, arrójalo lejos. Quítalo de mi vista”.
No podía creer lo que estaba oyendo.
¿Romper su precioso jarrón y tirar lejos todas sus piedrecitas? “No, Señor. Mi
hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para Ti. Lo he llenado de
mis...”
“Tíralo. Dáselo a otro si quieres,
pero líbrate de él. Deseo abrazarte a ti. Te quiero a ti”.»
Estos dos hijos de los que nos habla
Jesús en esta fecha adolecen de una enfermedad horrible, ¡tienen problemas de
identidad! Y, en un examen atento de esta dolencia nos encontramos que su
síntoma básico es que al no saberse hijos, no se pueden reconocer
“hermanos”. Por ejemplo, cuando el mayor se refiere a su hermano menor lo llama
“…ese hijo tuyo…” (ver el verso 30b). Si se pierde nuestra filiación, también
perdemos nuestra fraternidad y ahí el Malo ya gano con su asquerosa semilla de
división. Si miramos la parábola del ABRAZO DE DIOS una de las cosas que más
resalta es el fetichismo en el que ha caído este ”santo”, ha incurrido en la
idolatría a sus piedritas coleccionadas en el “precioso jarrón” así como uno
delos hermanos del Evangelio idolatraba la “herencia”, la “riqueza” material
del Padre por eso no podía amar al Padre, porque entre él y el Padre se
interponía la “parte de la herencia”; y, para el otro hijo, el fetiche es su
egoísta-obediencia que no podía tirarla, ni dársela a otro, pero que se
interponía entre él y Dios; entre él y el abrazo de Dios. En cambio, entre el
Padre y sus hijos no hay barrera, el los ve, límpidamente, con los claros ojos
de la ternura paternal-maternal. En ese preciso instante, los recupera, los
rehace, los vuelve a crear, como recién bautizados, sus Purísimos Ojos les
vuelve el “contador a cero”, como siempre lo hacen los Ojos del Padre, que no
acumula rencores, ni guarda registro de las culpas. Él toma su barro y
Padre-Alfarero, los vuelve a moldear, para que salgan de Sus Manos sin
imperfección alguna. Pasan por Sus Ojos Misericordioso y salen más blancos que
la nieve más blanca. (No porque leven un cántaro lleno de hermosas piedritas.)
Sino, ¡Simplemente, porque Dios es amor!
Existe el riesgo fatal de que nosotros
también nos escondamos detrás de nuestra virtuosa manera de ser y perdamos de
vista lo que realmente somos y que en consonancia con ese ser de hijos, nos
corresponde disfrutar y alegrarnos. Es el Domingo de Laetare porque, ¿qué otra
cosa puede cabernos en el corazón que el regocijo de sabernos hijos del Padre
Celestial?
No hay comentarios:
Publicar un comentario