Gn 15, 5-12.17-18; Sal 26,1.
7-8a. 8b-9abc. 13-14; Fil 3, 17-4,1; Lc 9, 28b-36
Como sólo Dios debe
ser escuchado, habla bajo y como quiere. El menor ruido ahoga su voz.
Julian Green
El tema del Encuentro con Dios
es el de ver a Quién nos encontramos, y no pretender ver lo que esperábamos
ver. Muchas veces queremos que Dios sea
conforme a nuestras expectativas, o según nuestra imaginación, queremos un Dios
hecho “sobre medidas”, y ¡claro está! según nuestras medidas. Eso es lo que nos
encontramos en los discípulos, aún los más cercanos (Pedro, Santiago y Juan), y
todos los que estaban esperando la llegada del Mesías, aguardaban todo lo
contrario de lo que Dios es. Difícil y duro dejar a Dios ser Dios. Eso es
obediencia, confianza y fidelidad.
Es curioso, porque Dios
siempre dio pistas para que lo esperáramos revestido de suavidad, dulzura,
ternura. No se insinuó como fuerza violenta, ni auguró un rostro prepotente y
tiránico. Es cierto que se mostró
poderoso, pero su poder no era de la fuerza por la fuerza, sino más bien, el de
la suavidad del viento. Sí, sobre las pistas que nos ofreció –desde el
principio- está el encuentro con Elías: Dios ni estaba en el viento huracanado,
ni en el terremoto, ni estaba en el fuego, ¿Dónde estaba Dios? En la brisa
apacible! (Cfr.1Re 19).
El encuentro con Dios nos
lleva a “desacomodarnos” de nuestros prejuicios sobre Él, pero también nos saca
de nuestro nicho confortable, que es la mismísima modorra espiritual, y –así
como hace la mamá con sus gorriones- los impulsa al vuelo. Además, nos propone
un vuelo hacia las “alturas”, simbolizadas por esos “montes” bíblicos, donde el
ser humano alcanza sus más “altos” vuelos. En esos montes, nuestras alas
despliegan el poder del águila. Entre esos montes tenemos el Moriah, el Horeb,
Sión, el monte de los olivos y el Gólgota. «… se nota siempre en Lucas, la
atención al lugar: el desierto, un lugar aislado, la montaña, la noche, el
Getsemaní, el calvario (Lc 6, 12; 9,18; 9,28; 11,2-4). Humanamente hablando son
los lugares de las soledades más profundas y más dramáticas: son las soledades
ofrecidas por la naturaleza o causadas por la vida.»[1]
Sí, vale la pena ser
enfáticos: Dios nos impulsa a salir, nos llama primero que todo al éxodo. El
éxodo tiene un valor purificativo, es dejar atrás vicios, liberarnos de las manías
inherentes a vivir en la esclavitud y sus malsanas costumbres; 40 años vagando
por el desierto es “toda una vida”. Y es muy interesante que el motivo que le
dio a Abram para salir, haya sido la promesa de “una tierra”: Así, ¡El hombre
vaga toda la vida buscando llegar a “la tierra prometida”!
Claro que el “encuentro” con
Dios ofrece a los labios las mieles más dulces; pero, no podemos pretender
quedarnos allí, es absurdo querer hacer tres “tiendas” para quedarse empozado
en el “encuentro”, eso es no saber lo que se está diciendo. ¡Una barbaridad!
Eso es malversar el impulso vital que mana del “encuentro”. Si el Señor nos
sale al encuentro es para dinamizarnos, para motivarnos, para activarnos, para
movilizarnos. Y después, inmediatamente después, bajar del monte.
Sí, nos es lícito conservar en
los labios la miel de esa experiencia, sus suaves y acaramelados almibares nos
impulsarán siempre; quien los ha probado ya no quiere descansar hasta arribar a
esa tierra “que mana leche y miel”. En verdad, en verdad, que la experiencia
del encuentro con Dios en lo alto de la montaña, vaticina –desde ya- que en el
ADN de nuestra vida espiritual está el gen de la inmortalidad.
Así es, el encuentro alude y
augura la resurrección; y no sólo la de Jesucristo, sino la nuestra, que Él nos
ganó al precio de su propia Sangre, para que vivamos firmes en la certeza… οὐρανοῖς
ὑπάρχει, ἐξ οὗ καὶ Σωτῆρα ἀπεκδεχόμεθα Κύριον Ἰησοῦν Χριστόν, “del
cielo, de donde esperamos que venga nuestro Salvador Jesucristo”. ¿Para qué lo
aguardamos? Para que nos haga copartícipes de su resurrección: ὃς
μετασχηματίσει τὸ σῶμα τῆς ταπεινώσεως ἡμῶν σύμμορφον τῷ σώματι τῆς δόξης, o sea, para que trasforme nuestro
cuerpo miserable en un cuerpo glorioso. Es, siguiendo esta vía que nuestro
cuerpo alcanzará la “perfección” de ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo: «…
a Abraham: “Yavé se le apareció y le dijo: ‘Yo soy el Shaddai, anda en
mi presencia y sé perfecto’”».[2] No fuimos creados para
terminar en barro o en polvo, Dios que nos pensó desde la eternidad, nos llama
al peregrinar (o “vagabundeo”, depende de cómo lo vea usted) de la vida para
que al final, nos sumerjamos en la nada, sino para que alcancemos esa tierra de
promisión que es un cuerpo glorioso semejante al Cuerpo de Cristo; y aquí es
donde viene todo su poder, el de transformarnos porque se le ha dado dominio
sobre todas las cosas: κατὰ τὴν ἐνέργειαν τοῦ δύνασθαι αὐτὸν καὶ ὑποτάξαι
αὑτῷ τὰ πάντα.
Su poder, el que “reveló” durante su Transfiguración, será
del que hará uso para “glorificarnos” junto a Él, elevándonos a la gloria, que
es su Gloria. Por ese ADN espiritual y sus reverberaciones es que “el corazón
nos invita a buscarlo y buscándolo estamos”, como lo proclama el Salmo 26 de la
liturgia de este Domingo. El Señor ha hecho una “alianza” con nosotros, y nos
ha asegurado vastísimas posesiones, de un confín al otro de la tierra. Seámosle
fieles, armémonos de valor y fortaleza para perseverar en esa fidelidad.
Pero esta hermosísima vivencia tan reconfortante,
esperanzadora a la vez que prometedora se da en un marco de oración. Ya el
primer versículo de la perícopa nos informa que Jesús había ἀνέβη
εἰς τὸ ὄρος προσεύξασθαι.
“subido al monte para hacer oración”. «El verbo “oraba” aparece a menudo en el
tercer Evangelio: diecinueve veces el verbo “proseúchesthai” (Lc 11,1)(orar,
implorar) y ocho veces el verbo “deistai” (pedir, implorar Lc 5, 12).»[3]
La experiencia de Abrahám tanto como la de la transfiguración
son experiencias de “encuentro”, de “conversación”, son Teofanías o Cristofanías, donde Dios nos presta su
amistad y nos regala su presencia y se nos manifiesta y revela para encender
nuestra fe con los más vivos fuegos y llevarnos a vivirla con hechos y con
compromiso ilimitado, de tal manera que nuestro ejercicio de la fe no sea llama
de un momento sino permanencia de toda una vida; para que no seamos hoy fuego y
mañana tibieza o frialdad. Que la llama de nuestro amor a Dios se pueda
comunicar en la continuidad y en la duración indefinida, hasta el último
aliento.
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