Sab 7, 7-11; Sal 89,
12-13. 14-15. 16-17; Hb 4, 12-13; Mc. 10, 17-27
Una sociedad nueva
debe estar formada sobre la ausencia de todo egoísmo y de toda egolatría.
Nuestro camino será una larga marcha de fraternidad.
Grafitti en la
Sorbona
El dinero en sí mismo
considerado, nos parece algo indiferente, neutro. Con él se puede hacer el bien
y el mal. Y, sin embargo, el dinero puede cambiarnos. Nosotros creemos poseerlo
y, con mucha facilidad, es él el que nos posee.
Dom Helder Câmara
Venimos
de la coherencia en el amor. Hasta allí nos llevó el Evangelio del XXVII
Domingo Ordinario, ciclo B. Contra el peligro de vivir un amor idealizado y
abstracto, Jesús nos pone cara a cara con su ejercicio cotidiano. ¿Dónde ejercemos
el amor a diario? En el hogar, con nuestro cónyuge, nuestros hijos y toda
nuestra parentela. Allí nos jugamos todos los días nuestras lindas teorías,
nuestra doctrina se hace carne y se planta frente a nosotros como un reto.
¡Verdaderamente nos somete a prueba!
Cuando
hacemos cuentas y observamos que la gran mayoría de nosotros los “creyentes”
vivimos en el contexto hogareño, junto con nuestra pareja, y que en algún
momento le hemos apostado todo al matrimonio; comprendemos porque Jesús nos
brindó la enseñanza de la coherencia conyugal. Tenemos que ser Cristo para el
otro, para ayudarnos recíprocamente a encontrar las vías de la salvación.
Hoy
subimos el siguiente peldaño. Estamos en el momento previo al tercer anuncio de
la pasión y muerte (Mc 10, 32-34). La vida del cristiano, la vivencia del
discipulado, significa la vida en comunidad; no está solamente el cónyuge, sino
que esta vida en contexto social nos remite al marco de vivir la relación con
nuestro prójimo. Basta alzar los ojos y lo primero que vemos es al otro, signo
y presencia del Otro. Nuestro tema vital es la convivencia y la relación con
nuestro prójimo. «Para ser cristiano no basta conocer bien ni la ley, ni la
teología, ni la espiritualidad ni cosas semejantes…Debe oponerse necesariamente
a las estructuras de una sociedad que se fundamente en la posesión y la
tenencia; y debe tratar de realizar una comunidad basada en la entrega y en ser
discípulos del Señor… Plantea una relación diferente entre los hombres basada
en el amor, en el servicio, en la libertad, en la alegría y en la vida.»[1]
Vemos
como primer movimiento y primer condicionante el respeto a los Mandamientos,
insistidos y enfatizados en lo que se refiere al prójimo. Jesús no nombra
ningún Mandamiento de los que se refieren a Dios, nombra los que se refieren a
los “hermanos”, a los que viven con nosotros, a los que pueden esperar algo de
nuestra parte. Jesús no le menciona –como respuesta al que se ha puesto de
rodillas ante Él- ningún precepto cultual, ningún rito. Esto no desmiente lo
que Jesús enseñará sobre el Mandamiento más importante Mc 12, 28b-34, que se
nos recuerda el Domingo XXXI del ciclo B (sólo que este año no lo leeremos
porque cae Fiesta de Todos los Santos), donde señala que el Mandamiento que
vale más que todos los “holocaustos y sacrificios” es el amar a Dios con todas
nuestras fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo. Estas dos enseñanzas
debemos compendiarlas en una sola y las entendemos como que lo esencial es amar
a Dios, pero no abstractamente, ni con ritos y actos piadosos, sino ejerciendo
concretamente ese amor en la práctica de amar al prójimo.
Jesús
no le pide preces, ni víctimas propiciatorias inmoladas en sacrificio; le
menciona seis Mandamientos dirigidos a modular nuestras relaciones con “los
otros”: no matar, no cometer adulterio, no robar, no jurar en falso, no
defraudar y, además, honrar a los padres. El primer requisito nada dice de
oraciones, ni visitas al Templo, ni procesiones, ni peregrinaciones, ni portar
tal o cual medallita (siempre que decimos esto añadimos: “nada de esto está
mal, por el contrario, está supremamente bien; son por así decirlo aditamentos
de la fe, pero no son en sí, el ejercicio del amor a Dios y del discipulado de
Jesús”). Así Jesús pone todo en orden, el verdadero discipulado consiste en
hacer vida el amor que decimos tenerle a Dios, amando al prójimo.
Pero,
¿cómo amar a Dios si tenemos nuestro corazón puesto en nuestras propiedades? ¿Cómo
sabernos y recordarnos puestos en sus Divinas Manos si todo lo tenemos
resuelto, si todo lo podemos “comprar”, si nuestra confianza reposa en nuestras
pertenencias? «… el pobre es aquel que, en la inseguridad debida al rechazo
profético de los ídolos de este mundo y de la seguridad que da la posesión y la
acumulación de los bienes, confía totalmente en Dios.»[2] La riqueza es el enemigo
del amor a Dios, esa es la denuncia que hoy nos presenta Jesús en la perícopa
del Evangelio marqueano; «el hombre, aunque no quiera admitirlo de alguna
manera, sirve siempre y adora a alguien, o mejor, alguna cosa: ¡es
esencialmente fetichista! En otras palabras, tiene siempre algo que absorbe
toda su existencia como “interés”»[3]; la riqueza es un fetiche
que nos aleja del discipulado y nos lleva de narices al fetichismo de la
propiedad. «El dinero es el dios de nuestra sociedad. Su único valor es el
producto; y el valor de los valores es el producto de los productos, el dinero.
Entonces la nuestra no es una sociedad atea, como a menudo se dice. Es una
sociedad idólatra, que adora el tener… una sociedad basada en el egoísmo, en la
explotación y en el dominio, en el ansia y en la destrucción.»[4] La riqueza, según nos lo
muestra el Evangelio, nos encarcela, nos priva del “Tesoro” verdadero, y esa
separación conduce a στυγνάζω
la pena, al pesar, a la aflicción y λυπούμενος
la tristeza (una tristeza muy intensa, impregnada de un profundo dolor, una
verdadera “depresión”), porque en el fondo, uno sabe lo que pierde: la libertad
hacia la verdadera bienaventuranza. «… al hombre precisamente a causa del apego
a los bienes materiales, le es prácticamente imposible captar las nuevas
posibilidades de vida que Dios le ofrece en el encuentro con Jesús»[5]. «El cristiano, que ve
cómo se concreta en la riqueza el poder y la sed de dominio, descubre en la
pobreza la condición indispensable para seguir al hombre en su camino de
servicio y de amor.»[6] Vamos llegando a la gran
conclusión: «Si no se toma en serio, a nivel personal y también institucional,
el llamamiento de Jesús: “Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres,
luego ven y sígueme”, uno no puede absolutamente decir que es cristiano.»[7] «Si nos atenemos a este
pasaje, “la pobreza” es esencial para seguir a Cristo.»[8]
«La
pobreza evangélica tiene que ser adoradora, ser nuevamente descubierta en una
relación directa con Dios y, por ende, ser liberación de todo cuanto media
entre Dios y los hombres; entre hombre y hombre; entre hombre y bienes; de todo
cuanto engendra inseguridad.»[9] «El desprendimiento ante
el prestigio, ante la crítica, ante las diversas formas de “poder” y de “hacer
carrera” son formas de pobreza a las que Dios llama al cristiano –y
especialmente al apóstol- en las diversas etapas del itinerario de su misión.
El “pobre”, en definitiva, no se opone tanto al que “tiene” ciertas cosas sino
al suficiente, al orgulloso, al que ha puesto su centro de interés fuera de los
valores del Reino.»[10]
[1] Beck, T. Benedeti, U. et al. UNA
COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MARCOS. Ed San Pablo Bogotá 1ª re-imp. 2009 p. 399
[2]
Ibidem
[3]
Ibid p. 393
[4]
Ibid p. 398. 399
[5]
Ibid p. 388
[6]
Ibid p. 393
[7]
Ibid p. 395
[8]
Ibid p. 399
[9]
Paoli, Arturo. DIALOGO DE LA LIBERACIÓN Ed. Carlos Lohlé Bs. As. –Argentina
1970 p. 157
[10]
Galilea, Segundo. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia 1999. p. 98
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