Is
58, 7-10; Sal 112(111), 4. 5. 6-7. 8a-9 (R.: 4a); 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16
Señor,…
Ayúdame a no esconderme,
a seguir alumbrando los cruces de la vida
para que sea siempre más seguro el andar
de todos mis hermanos y de cada hermana mía.
Amén.
Averardo Dini
No somos la luz, pero podemos alumbrar con la Luz de
Cristo
Una
de las liturgias que más nos emociona, por su riqueza signica, es aquella -¿la
recuerdan?- que empieza con el templo a oscuras, y, de pronto una “Llama” rompe
la oscuridad, y luego, se van encendiendo las velas en un maravilloso contagio luminoso.
¿Qué
pasaría si no transmitimos la Luz? La primera cosa que cabe predecir es que
cuando se acabe nuestra vela, la luz se extinguiría para siempre, a menos que
haya otra vela encendida en alguna parte, que nos permita ir a ella por el
fuego que, entonces sí, volvería a iluminar. Así está nuestra responsabilidad,
conservar la luz, mantener la oscuridad bajo control, implica “contagiar la luz”,
pasarla de mano en mano, cuanto más se distribuya y se amplíe el círculo de los
que la han recibido, mayor será la garantía de que la luz nunca se acabe. Llevemos
un poco más allá la analogía: cuando se prenden dos, tres, cuatro velas, la
luminosidad que se genera es mucho más del doble, el triple y el cuádruple;
podríamos afirmar que el efecto luminoso de la luz no es sumativo sino
multiplicativo.
Así,
frente a un siglo de tiniebla se requieren muchas manos que se acerquen a Jesús
y recojan Su Luz, con su propia vela, y la lleven allende todas las fronteras.
De quien son las manos que recogen la Luz, son las manos de los Discípulos-Misioneros.
Una
vez pasaron por la televisión esta ceremonia. Mostraron una toma que era un
paneo en picado, ¡qué maravilla!, ¡qué catequesis! Ahí entendimos lo que
significa “Cuerpo Místico de Cristo”, ahí entendimos que todos unimos nuestras
manos para “Ser Él”, que entre todos derrotamos la oscuridad. Entendimos que el
aporte de cada uno es valioso en esta guerra entre la Luz y las Tinieblas.
Entendimos –también- que Jesús no tiene manos, y depende de nuestras manos para
servir, acariciar, atender, construir el Reino.
Misterio del Evangelio, Misterio de la alegría
«Cuentan
de un famoso sabio alemán que, al tener que -ampliar su gabinete de
investigaciones, fue a alquilar una casa que colindaba son un convento de
carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con
el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa...
salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores
de risa, limpias carcajadas, un brotar inextinguible de alegría. Y era un gozo
que se colaba por puertas y ventanas. Un júbilo que perseguía al investigador
por mucho que cerrase sus postigos. ¿Por qué se reían aquellas monjas? ¿De qué
se reían? Estas preguntas intrigaban al investigador. Tanto que la curiosidad
le empujó a conocer las vidas de aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran
pobres? ¿Por qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo?
¿Cómo podía llenarles la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad?
¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?
Aquel
sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras
ficciones, puros sueños sin sentido, llenara un alma. Menos aún que pudiera
alegrarla hasta tal extremo.
Y
comenzó a obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de oleadas de risas que ahora
escuchaba a todas horas. Y en su alma nació una envidia que no se decidía a
confesarse a sí mismo. Tenía que haber "algo" que él no entendía, un
misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni
el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no podía ser otra cosa
que una acumulación de soledades?
Un
día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón.
-Es
que somos esposas de Cristo.
-Pero
-arguyó el científico- Cristo murió hace dos mil años. Ahora creció la sonrisa
de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le
intrigaba. -Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace mil ochocientos
noventa y un años fue que, venciendo a la muerte, resucitó. -¿Y por eso son
felices?
-Sí.
Nosotras somos los testigos de su resurrección.
Me
pregunto ahora cuántos cristianos se dan cuenta de que ése es su
"oficio", que ésa es la tarea que les encomendaron el día de su
bautismo. Me pregunto por qué los creyentes no "perseguimos" al mundo
con la única arma de nuestras risas, de nuestro gozo interior. Me pregunto por
qué a los cristianos no se les distingue por las calles a través del brillo de
sus ojos. Por qué nuestras eucaristías no consiguen que salgan de las iglesias
oleadas de alegría. Cómo puede haber cristianos que se aburren de serio. Que
dicen que el Evangelio no les "sabe" a nada. Que orar se les hace
pesado. Que hablan de Dios como de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman.
Me pregunto, sobre todo, qué le diremos a Cristo el día del juicio, cuando nos
haga la más importante de todas sus preguntas:
-Cristianos,
¿qué habéis hecho de vuestro gozo? Porque lo mismo que los apóstoles
convivieron con Cristo tres años sin acabar de enterarse de quién era aquel que
estaba entre ellos y necesitaron su resurrección y, sobre todo, la venida del
Espíritu Santo para descubrirle, nosotros, veinte siglos después aún no nos
hemos enterado del estallido de entusiasmo que significó su nacimiento y fue su
vida.
Cuando
Dios se muestra hay siempre una revelación de alegría. Su llegada al mundo
estuvo rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo conocieron
quedaron trastornados -como comentó Evely-: Isabel, la estéril, da a luz;
Zacarías, el incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su
madre; José, que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios;
María, la Virgen, se hace madre sin dejar de ser virgen; los pastores, los
despreciados, cuya palabra no tenía siquiera valor en los juicios, se
convierten en conversadores con los ángeles; los magos abandonan sus reinos,
dejan su tierra y dan todo lo que tienen; Simeón, el viejo, deja de temer a la
muerte. Es la alegría. Ninguno sabe explicarla. Todos la viven y se sienten
inundados por ella.
Y
en la vida pública de Jesús hay un viento de esperanza que crece a su paso- los
apóstoles, torpes y egoístas, lo dejan todo y le siguen; Zaqueo, el rico, da su
dinero a los pobres; la gente más inculta se siente embelesada oyendo la
palabra de Dios y hasta se olvida de comer por seguirle; a la gente se le
multiplica el pan entre las manos; el agua se vuelve vino; los enfermos
bendicen a Dios; los paralíticos se levantan bailando; los leprosos sienten reverdecer
su carne; la samaritana encuentra, por fin, un agua que le quita para siempre
la sed; María Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios;
Jesús anuncia a los pobres que son felices y que podrán serlo sin dejar de ser
pobres y que lo serán precisamente porque son pobres... y los pobres le
entienden; hasta las aguas se calman y las tempestades cesan.
Y
Jesús no se cansó de predicar el gozo:
"Os
dejo mi paz, es mi paz la que yo os doy, no la que da el mundo" (Jn 14, 27).
"Os
doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo
sea completo" (Jn 15, 11). "Vuestra tristeza se convertirá en
gozo" (Jn 16, 20).
"Si
me amáis, tendréis que alegraros" (Jn 14, 27).
"No,
yo no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros" (Jn 14, 18).
"Volveré
a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces
experimentaréis nadie os lo podrá arrebatar. Pedid y recibiréis y vuestro gozo
será completo" (Jn 16, 22-24).
"Esto
os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido"
(In 15,1 l).
Y
es el temor lo que más le disgusta en los suyos. Por eso se pasa la vida
calmándoles y tranquilizándoles. "No temas recibir a María", dice el
ángel a José cuando vacila en recibir a su esposa (Mt 1, 20). "No temas,
cree solamente", dice Jesús al ciego que le pide ayuda (Le 8, 50).
"No temáis, pequeño rebaño", repite a los suyos (Le 12, 32).
"¿Por qué teméis, hombres de poca fe?", reprende a los apóstoles
momentos antes de calmar la tempestad. "No temáis, vosotros valéis más que
muchos pájaros", explica a quienes temen por sus vidas (Le 12, 7).
"Confiad, yo he vencido al mundo" (In 16,33), recuerda en la última
cena.
Incluso
después de la resurrección tendrá que dar una tremenda batalla contra el miedo
de sus apóstoles. Las piadosas mujeres van hacia la tumba con el alma aplastada
por la muerte del Maestro amado con la única angustia de quién levantará la
piedra del sepulcro y de sus almas. Los de Emaús han perdido ya todas sus
esperanzas. Comentan que "nosotros esperábamos" que fuera el salvador
de Israel, pero ya no esperan. "No temáis, soy yo", tendrá que
explicar a los doce al aparecérseles, porque aún no les cabe en la cabeza la
alegría, porque han podido digerir la muerte de Cristo, pero no su
resurrección. Tiene forzosamente que ser, piensan, un fantasma.
¿Y
hoy? Han pasado veinte siglos y aún no hemos perdido el miedo. Aún no estamos
convencidos de que las cosas puedan terminar bien. Y nos hemos fabricado un
Dios triste, un Cristo triste, una Iglesia triste, unos cristianos aburridos.
Cuando
en una corrida de toros el público bosteza los cronistas comentan: "La
gente estaba como en misa" porque, al parecer, a la misa le van las caras
largas y los rostros sin alma.
Julien
Green, cuando la idea de la conversión comenzaba a rondarle la cabeza, solía
apostarse a la puerta de las iglesias para ver los rostros de los que de ella
salían. Pensaba: Si ahí se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a
la muerte y resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o
ardientes, luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: "Bajan del
Calvario y hablan del tiempo entre bostezos."»[1]
Esta
anécdota de Julien Green nos hace todavía más conscientes de nuestra enorme
responsabilidad, que podemos alejar a muchos, que podemos enfriar a los que ya
estaban calentándose, a los que estaban a punto de “convertirse”, ¡qué
terrible!, ¡qué perdida! Que alguien que estaba a punto de llegar, se devuelva,
se arrepienta, se vuelva a enfriar. ¡Que llevemos siempre su Luz entre nuestras
manos, es más, que nuestras propias manos se incendien y sean teas luminarias! (A la mayor Gloria de Dios).
No
nacimos para ser sal insípida, sal para botar a la basura. No nacimos para
vivir debajo de una olla, de un balde, de un celemín. Nacimos, a la vida de la
fe, para ser difusores de la Buena Nueva, de esa Noticia Feliz que nos invade
hasta el último poro de esperanza, de optimismo, de confianza en el
Amigo-que-nunca-falla.
[1]
Martín descalzo, José Luis. RAZONES PARA LA ALEGRÍA (CUADERNO DE APUNTES II).
Sociedad de Educación Atenas. Madrid-España
2ª ed. Julio 1985. pp. 205-208
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