¿Es lícito pagar tributo al César, o no?
Mt 22, 17b
Seguramente los fariseos la meditaron largamente. Se trataba de formular una pregunta muy astuta donde la salida fuera imposible. Seguramente todos se frotaron las manos y sonrieron con sorna y seguramente que aplaudieron al autor de la ocurrencia. “¡De este pregunta no podrá zafarse, se va a echar la soga al cuello él solito!” sería el comentario que hoy en día se haría en tal situación.
Cuando leo u oigo la respuesta de Jesús viene automáticamente a mi mente la frase en el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, según San Lucas: “Y todos los que lo oían estaban atónitos ante su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2, 47). Tiene una profundidad insospechada. ¡Una respuesta digna de Dios!: “Pues den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21c).
Uno de los trucos favoritos del fariseísmo de todos los tiempos ha sido la compartimentación: Adoran los compartimentos estancos: ¡Que los curitas no se metan en política! ¡La religión que se quede allá en la Iglesia , aquí afuera es la vida real. ¡Afuera del Congreso soy creyente-cristiano, aquí adentro, soy legislador! (parafraseando) ¡Que van a saber ellos del matrimonio si son célibes!
Jesús en su respuesta nos demuestra que el ser humano no puede fragmentarse en sectores disyuntos. El ser humano es integral, es ciudadano, a la vez que ser espiritual, esposa(o) a la vez que trabajador, ser cívico y ciudadano de la patria celestial. Facundo Cabral decía en uno de sus apuntes mordaces que la sociedad procuraba dividirnos, que fuéramos uno arriba del nudo de la corbata y otros abajo. Podríamos llevarlo más lejos y decir que procura que seamos otro arriba del cinturón y otro debajo; y si me apuran, tratan de que seamos otro arriba del nudo de los cordones, y una cuarta personalidad distinta, de los cordones hacía abajo. Se trata pues de llevar la esquizofrenia a límites insospechados. La trampa era un intento de fraccionar a Jesús en dos pociones como mínimo: O fidelidad al judaísmo o lealtad al Cesar. “¡Conteste lo que contesta, estará perdido! Se dirían ellos.
También hoy se trata de recortar el alcance de la respuesta escamoteando lo esencial. ¡Nada es del César, todo es de Dios; entonces, no hay que darle nada a los gobernantes! ¡No hay que pagar impuestos! Quienes así razonan le prestan un mal servicio a Dios al olvidar que Él nos entregó la administración de nuestra realidad para que seamos Constructores de su Reino.
Los impuestos son útiles al bienestar social siempre y cuando se destinen al bien, con tal que se inviertan con justicia, esa que nos enseñó Jesús, la que se inclina preferente favoreciendo a la viuda, al huérfano; la justicia que era ágape para con los marginados, para con la mujer -ser definitivamente paria en el marco de esa sociedad; para con los enfermos, para con los niños, a quienes se les daba el valor del cero a la izquierda y –hoy día- para con los bebés que se ven amenazados frente a legislaciones que quieren apoderarse de lo que sólo le pertenece a Dios: su vida.
Lo que sin duda rechaza Jesús es la arrogancia de la que hace gala “El César” para pretenderse Dios. En cambio, Jesús nos propone un Dios humilde que se revela como Padre. Como “Papaíto” pues esa es la traducción del vocablo hebreo Abbá. Jesús lo ilustrará con una imagen: Él, el mismísimo Dios, se atará una toalla alrededor de la cintura y, como humildísimo siervo, se pondrá a lavarle los pies a los discípulos.
Al mirar en dirección a los impuestos, tema que no ha perdido para nada su vigencia, se nos plantea también a los cristianos-y-ciudadanos de hoy (que somos ambas cosas y no un rato lo uno y al otro rato lo otro) si debemos pagar los impuestos y la respuesta será un rotundo si; pero a la vez, comprometidos con los mecanismos de control ciudadano que vigilen el gasto público y su honesta destinación a la atención de las necesidades más sentidas de la comunidad, lo que significa un hondo sentido de responsabilidad y compromiso ciudadano. Para que la democracia sea una realidad no basta visitar las urnas hay que construirla día a día y buscar el perfeccionamiento de los mecanismos de control que prevengan o –cuando ya se ha instalado, la combatan- la corrupción.
Si queremos construir el Reino de Dios debemos erradicar toda corrupción y –por el contrario- lograr que se imponga la fidelidad. Construir el Reino de Dios consiste en implantar y hacer resplandecer la justicia. Porque, como lo afirma el salmo 96 (95), Dios “Gobierna las naciones con justicia”. Gobierna, como aparece en Isaías 45, 4-6, valiéndose hasta de los que inconcientemente implementan sus designios y hacen realidad sus disposiciones. Aún entre quienes desconocen a Dios y no pronuncian su Santo Nombre, están los que sirven a la Voluntad de Dios que, como lo dijera San Agustín, escribe recto aún entre renglones torcidos.
La verdadera democracia, desmitificada de ser un simple acto de voto, una vez cada cierto número de años, es un ejercicio constante y perseverante; una práctica que cada creyente debe implementar en todas sus acciones, un modo de vivir cristianamente, con la convicción de poner paso a paso las precondiciones del Reinado de Dios. Sobre esa constancia tenaz que hace participación vigilante y conciente a cada instante, va enderezándose el cumplimiento de la promesa profetizada por el salmista: “el Señor que ya llega, ya llega a regir el orbe: regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad”.
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