sábado, 1 de noviembre de 2025

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

 


Ap 21, 1-5a. 6b-7

El cosmos es nuevo porque la vida en este cosmos nuevo ha derrotado a la muerte, la vida se afirma victoriosa más allá de la muerte.

Pablo Richard

Esta Lectura es verdaderamente victoriosa. Derrota la falsedad que estamos destinados a morir. Aquí encontramos que hay un fin para esta “realidad”. Pero encontramos el anuncio triunfal que sobrevendrá “un cielo nuevo y una tierra nueva”. No se niega lo primero, pero se declara perentorio lo segundo.

 

Dice Juan que vio un Cielo Nuevo y una tierra nueva; el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido. Esta expresión debe entenderse como toda la naturaleza, el cosmos entero. Bastaría con decir eso, pero para dilucidarlo se entra a especificar:

1)    Ya no existe el mar

2)    Ya no existe ya más la muerte

3)    También dejaron de existir el llanto, el clamor y el dolor

4)    La maldición no existirá ya más (ver Ap 22, 3)

5)    La noche no existirá ya más.

 

Esta desaparición alude evidentemente a una realidad mítico-cósmica. Al mostrar la desaparición del mar se está afirmando que lo caótico desaparece. Todo cuanto niega la vida, ha desaparecido, es decir, lo que se afirma es la victoria de la Vida. La vida está definitivamente a salvo. Pero la victoria de la vida significa la victoria del bien. La muerte ha sido aniquilada.

 

Como cima de la victoria sobre todo lo que es negativo o inspira sufrimiento, se afirma cuando se anuncia que “toda lágrima será enjugada”. Esta afirmación es el consuelo supremo de aquellos cuya vida está marcada por el sufrimiento y el padecimiento.

 

Hay un elemento de “maldición” que se nos informa que también desaparecerá. Recordemos que Dios maldijo a la serpiente por haber importado al Edén el pecado, y con ella quedaron malditos Adán y Eva, que con esa maldición empezaron a arrastrar las consecuencias de haber ignorado la única prohibición que los regía. Aquí en Ap 22, 3 la palabra que encontramos es κατάθεμα [kathatema] “lo maldito”, “lo que ha caído hasta el fondo”, lo que se ha llevado al colmo de la perdición”, en el Libro del Génesis se usa אָר֤וּר

[ohrar] “maldición” (Gn 3, 14)

 

Lo que estamos presenciando en esta perícopa es el futuro de la historia. Esta Jerusalén de la que se habla en el Apocalipsis no es la Jerusalén geográfica; sino un “mito” trans-historico para nombrar, de alguna manera, al pueblo de Dios escatológico. La vieja Jerusalén es el muestrario de una derrota, de un fracaso; Dios “hace todo nuevo”, y hace una nueva ciudad de la Justicia y la Paz. No es la Nueva que baja de las alturas, ni la vieja que es purificada con un rescate ascensional. ¡Es un proyecto nuevo!

 

Y no es un pueblo llevado a un nuevo lugar y rodeado de cosas diferentes; sino que también las cosas alcanzan a gozar de los efectos Redentores del Cordero.

 

Hay aquí, y asistimos a una antítesis definitiva: estaba la Ciudad de Babilonia, símbolo del pecado y la perdición; ahora estamos ante la Jerusalén. Porque lo que se ha logrado es un quiebre y un salto teológico: la dimensión inmanente: la tierra; la dimensión trascendente: el Cielo. ¡Y los dos planos se encuentran!


Encontramos en el camino, como una especie de interferencia. De este entorpecimiento se habla en Génesis el capítulo 22, allí en el verso 3, se le llama:  la maldición. Esta maldición nos lleva al episodio de la caída, donde la Serpiente -la más astuta de todo lo indómito, de las fuerzas oscuras e ininteligibles- engatusó al ser humano; Dios les dio sentencia de maldición, אָר֤וּר [arur] “maldita”, execrable, “digna de destrucción”, “abominable”, si la bendición llama a la existencia y declara intocable; la maldición condena y llama a la desaparición. Esta Palabra en labios del Señor, se hace extensible al género humano, lo sentencia como “caído” y lo lleva a requerir el Antídoto-Divino; único elixir que neutraliza la “ruptura” y la restaña. No es que con el correr del tiempo la caída se hubiera diluido-; saltando del Primer Libro de las Escrituras, llega aquí, hasta el último, se nos informa que ya no habrá más maldición. Lo que forma parte del cumplimiento de la Promesa,

 

La lucha que se libra en el marco histórico, llega a su culmen en el marco tras-histórico: La historia inició con una Ciudad que levantaba -altanera- una Torre (un Zigurat) para llegar donde Dios. En esta perícopa nos hallamos ante una Ciudad que lo busca, amorosa y enamorada y un Dios -que desde siempre nos ha amado con todo su tierno amor y baja, de nuevo, a buscarnos, a rescatarnos.

 

Le esposa siempre simboliza a la Iglesia, pero nosotros, muy devotos y muy píos, no estamos -sin embargo- listos para dar el gran paso y aceptar que seamos tan amados y corresponder con cada “pisca” de las fuerzas que tengamos, al amor, con amor. Consumirnos como una Vela al dar la luz, dándole todo el resplandor de nuestro amor. Nuestra vida es una escuela de oración, de entrega, de donación, para amar como la Novia del Cordero.

 

En el verso 2, leemos, refiriéndose a la Nueva Jerusalén que baja del Cielo: “Vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el Novio”. La palabra que se usa allí para “preparada” es ἑτοιμάζω [etoimazo] subraya que ha sido capacitada, que ha recibido todo su “entrenamiento”, que su corazón ha aprendido a corresponder al Infinito Amor. No es que desaparezca la “persona” del Novio diluida en la persona de la novia, ni mucho menos lo contrario. A veces se traduce ἑτοιμάζω como “arreglada” o “adornada”, perdiendo de vista “el proceso configurativo” al que se alude en esta palabra, que quiere señalarnos un esfuerzo por ponerse a la altura, no presuntuosa o autosuficientemente, sino consciente que debe dignificarse y lavar sus vestiduras en la Sangre del Cordero.

 

«La reciprocidad entre Dios y los hombres supondrá la desaparición de todos los elementos negativos propios de la inmanencia, que pesan sobre el desarrollo de la historia de la Salvación.» (Ugo Vanni)

 

Sal 24(23), 6. 7b 

Quiero abrir de par en par las puertas de mi corazón para que puedas entrar con la plenitud de tu Presencia. Nada ya de falsa humildad, de miedos ocultos, de corteses retrasos. El Rey de la Gloria está en la puerta y pide amistad.

Carlos González Vallés s.j.

Dios quiere entrar. Pide entrar. Llama para que le abramos con presteza. Pero dilatamos la cuestión. Damos voces de aplazamiento desde dentro. No es que no lo queramos: lo que no queremos es que llegue tan pronto. Siempre anhelamos que venga en 20 siglos, por allá en el siglo XLV.


Hemos usado una estratagema doble: por una parte, hemos bajado -casi a ras de piso- los dinteles; y por otra parte, colgamos un cartelito que reza: Salimos a almorzar, regresamos en quince siglos.

 

Por otra parte, abrimos los ojos, como platos torteros. Que Dios viene buscando ser nuestro amigo. Habrase visto, ¿a quién se le ocurre? Dios Amigo de nosotros, pero si es que somos tan indignos. Y corremos a colgar un segundo letrerito: “Dios, no busques nuestra amistad, toca en la puerta de al lado; ¡quizás ellos sean más dignos! Por nuestra parte ¡no merecemos subir a tu Monte Sacratísimo!

 

Dice Carlos Vallés, comentando este salmo: “Te has llegado hasta mí. El don supremo de la intimidad. Andas a mi lado, me tomas de la mano, me permites reclinar la cabeza sobre tu pecho. El milagro de la cercanía, la emoción de la amistad, el triunfo de la unidad. Ya no puedo dejar que mi timidez, mi indignidad o mi pereza nos separen. Ahora he de aprender el arte bello y delicado de vivir junto a ti. (Carlos González Vallés s.j.)

 

Flp 3, 20-21

Nosotros solemos decir que estamos aquí en la tierra de paso. Y nos reconocemos transeúntes. Decimos que “somos los peregrinos, y que nuestra meta es lo eterno, reconociendo como nuestra patria, la eternidad.

 

Pero nuestra transitoriedad está orientada y se visualiza a través del lente de la Parusía: estamos esperando que el Señor venga, y lo proclamamos cuando decimos “Marana Tha”.

 

El Salvador no es otro que el propio Jesucristo. Al volver, obrara un prodigio -preanunciado en la Transfiguración”. Hará una obra portentos: Nuestro cuerpos sufrientes, opacos, lánguidos, aparentemente destinados a la muerte y la corrupción, serán trasformados en Cuerpos Gloriosos.


 

Su padre, no solo lo resucitó, lo levantó de la muerte; sino que, lo levanto victorioso: Vestido de Gloria y Majestad. ¡Y le dio poder, para dominar todas las cosas!

 

Para nosotros acostumbrados a nuestra mortalidad esta idea no nos cabe ni remotamente en la mente: ¿Cómo podríamos llegar a vivir eternamente? Y ahí quedamos estancados. Pero si nos despabilamos y levantamos los ojos hacia el que Traspasaron, veremos surgir de la herida en su costado, los destellos de eternidad que Él ganó para nosotros.

 

Jn 11, 17-27

Jesús hizo pasar la muerte de la categoría de necesidad a la de la libertad. Somos libres de morir si queremos casarnos con el pecado.

La fe no es un jarrón, ni una tabla de picar, ni una silla mecedora, tampoco es una suerte de hamaca. ¿Qué queremos decir? Que la fe no es algo, como un objeto, que se tiene o no, como puede suceder con un cuadro, una escultura, o una grabación de un concierto. No es “algo dado”, es un don de Dios que puede tomarse como una semilla, y que a la hora de recibirla puede ser pequeña, y después de sembrarla, regarla, abonarla y desyerbarla puede llegar a ser un arbusto con capacidad de sostener nidos.

 

La perícopa empieza nombrando a Betania, a este nombre del lugar se le han dado, a lo menos, tres traducciones, puede ser “casa de pobres”, "casa de frutos" o "casa de aflicción". Se nos informa que está cerca de Jerusalén, a sólo tres kilómetros.


 

Después se nombra a Lázaro, este nombre está directamente emparentado con el nombre Eleazar, que en hebreo significa “ayudado por Dios”. Lazarus es la versión latinizada de aquel nombre.

 

Según la usanza hebrea, los amigos y circunvecinos venían a darle el “pésame” a los dolientes del fallecido, condolencia se deriva precisamente de “unirse a los dolientes”. En este caso a Marta y a María, que eran sus hermanas.

 

Que la fe de Marta atravesaba una etapa muy precisa de su desarrollo, se hecha de ver al decirle que, si se hubiera apurado en llegar, habría podido detener a la muerte. pero ahora -según ella lo ve- ya es muy tarde. Exhibe ciertos datos con los que trata de probar que la “demora de Jesús” era la culpable de que ya no hubiera marcha atrás.


 

Jesús la confirma en la fe, diciéndole que “su hermano resucitará”. Ella, no quiere aceptar que Jesús sea Dueño de la Vida. Asume que Él se está refiriendo a la resurrección al “final de los tiempos”.

 

Jesús le presenta, entonces, una declaración dogmática a ver si ella la acepta: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre.” Se trata de un “Yo soy” (Ego eimi); recordemos que ya en el Primer Testamento, Dios se presenta como el Yo Soy (YHWH) y así se hace llamar de labios de Moisés. Afirmando que “ese será su Nombre por siempre”. Cfr. Ex 3, 13-15.

 

La interroga. ¿Crees esto? Y con esta pregunta Marta tiene la triple oportunidad de identificar a Jesús con tres pautas comprensivas:

      i.        Yo creo que Tú eres el Mesías

     ii.        El Hijo de Dios

    iii.        El que debía venir al mundo: (el Prometido)

 

Reconocer que Jesús, por esta triple cualidad es el Mesías, capacitado para resucitar conlleva el reconocimiento de que, no sólo Él resucitara, sino que es un rasgo, que, por ser sus hermanos, Él nos comparte, haciéndonos co-herederos del poder de no morir para siempre.


 

¡Si lo queremos, podremos vivir para siempre en la Nueva Jerusalén, en el país de la Vida!

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