Am 8,
4-7; Sal 112, 1-2. 4-6. 7-8; 1 Tim 2, 1-8; Lc 16, 1-13
No viváis
aislados, cerrados en vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados,
sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común.
Bernabé,
Epistula 4,10.
Como notamos de inmediato, el epígrafe contiene una
exhortación a la sinodalidad. Estamos siendo convidados a trabajar por el bien
común recorriendo una trayectoria concertada, andándola fraternalmente para
edificar una ecología humana integral; trabajar por el bien de la persona
humana, el bienestar social y el desarrollo de los grupos, la paz, entendida
como una estabilidad y seguridad de un orden justo, la verdad, la justicia y el
amor.
En el Libro del Génesis, en 1, 26 aparece una palabra que
define al ser humano: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que
ellos dominen los peces del mar, las
aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles”, esta palabra וְיִרְדּוּ֩ significa tener
dominio, enseñorearse. Luego, en el verso 1,28 se encuentra lo siguiente: “Y
los bendijo Dios y les dijo ‘Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla…’”
en este caso se trata de la expresión וְכִבְשֻׁ֑הָ que se ha traducido “sométanla”. Si vamos al verso (2,15)
encontraremos allí “El Señor Dios tomo al hombre y lo colocó en el Jardín del Edén,
para que lo guardara y lo cultivara”, se trata ahora de la expresión לְעָבְדָ֖הּ וּלְשָׁמְרָֽהּ׃ donde, la
primera se puede traducir por labrarla
o, sencillamente, trabajarla, y, la
segunda por
ayudarla, protegerla, vigilarla. No
es caprichoso este examen de las palabras que aparecen en el principio del Génesis,
porque ellas han servido de base para edificar toda una antropología que define
la relación del ser humano y el resto de su contexto, el marco espacial que
Dios le asignó, lo que ahora llamamos “Nuestra Casa Común, que engloba un
conjunto de relaciones del ser humano, sus semejantes, el ambiente planetario y
la Divinidad, Dueña y Autora verdadera de toda la realidad.
Antes de adentrarnos en la Lecturas de este Domingo XXV
Ordinario (C), queremos proponer -a modo de pórtico- releer los numerales 65-69,
de la Laudato si’ (Alabado seas) de Papa Francisco:
Sin repetir aquí la entera teología
de la creación, nos preguntamos qué nos dicen los grandes relatos bíblicos
acerca de la relación del ser humano con el mundo. En la primera narración de
la obra creadora en el libro del Génesis, el plan de Dios incluye la creación
de la humanidad. Luego de la creación del ser humano, se dice que «Dios vio
todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1,31). La Biblia
enseña que cada ser humano es creado por amor, hecho a imagen y semejanza de
Dios (cf. Gn 1,26). Esta afirmación nos muestra la inmensa dignidad de
cada persona humana, que «no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de
conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras
personas». San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador
tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita. Quienes se empeñan
en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe
cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso. ¡Qué maravillosa
certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en
un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido!
El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes que te formaras en el seno
de tu madre, yo te conocía» (Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de
Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios.
Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario».
Los relatos de la creación en el
libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo, profundas
enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas
narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones
fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y
con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no
sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado.
La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por
haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como
criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de «dominar»
la tierra (cf. Gn 1,28) y de «labrarla y cuidarla» (cf. Gn 2,15).
Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la
naturaleza se transformó en un conflicto (cf. Gn 3,17-19). Por eso es
significativo que la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las
criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura. Decía
san Buenaventura que, por la reconciliación universal con todas las criaturas,
de algún modo Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva. Lejos de
ese modelo, hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en
las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los
más frágiles, los ataques a la naturaleza.
No somos Dios. La tierra nos
precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al
pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que
invita a «dominar» la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la
explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como
dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia
como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos
hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con
fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar
la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es
importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica
adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo
(cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar,
«cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto
implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la
naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que
necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de
garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras.
Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor» (Sal 24,1), a él
pertenece «la tierra y cuanto hay en ella» (Dt 10,14). Por eso, Dios
niega toda pretensión de propiedad absoluta: «La tierra no puede venderse a
perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en
mi tierra» (Lv 25,23).
Esta responsabilidad ante una
tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia,
respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres
de este mundo, porque «él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre,
por los siglos, y les dio una ley que nunca pasará» (Sal 148,5b-6). De
ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias
normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación
con los demás seres vivos: «Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu
hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un
nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los
pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos» (Dt 22,4.6).
En esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser
humano, sino también «para que reposen tu buey y tu asno» (Ex 23,12). De
este modo advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico
que se desentienda de las demás criaturas.
A la vez que podemos hacer un uso
responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres
vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo
bendicen y le dan gloria», porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal
104,31). Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de
inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes
internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la tierra» (Pr 3,19).
Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente
subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas
y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de
Alemania enseñaron que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad
del ser sobre el ser útiles». El Catecismo
cuestiona de manera muy directa e insistente lo que sería un
antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección
propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada
una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por
esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un
uso desordenado de las cosas»
El Evangelio nos pone en el papel protagónico a un οἰκονόμος, [oiconomos] es el ecónomo, que por
lo general era un esclavo-liberto que se encargaba de la administración de la
casa, como una especie de “mayordomo”; la palabra ecónomo viene de la palabra οἰκο que significa
precisamente “casa” u “nomos”,
conjunto de normas y leyes. Sin embargo el papel del ecónomo no se restringía a
los asuntos internos puesto que él disponía de recursos dados por su amo, para
mercar y comprar todas las vituallas que hubiere menester para la manutención
de la casa. Queremos hacer ver que su injerencia llegaba más allá de la esfera
del mayordomo, era más bien un “economista” que podríamos designar mejor como
administrador, y de hecho así se le ha traducido. Es importante entender bien
de qué se trataba su rol, porque este personaje es quien nos va a representar a
nosotros en esta parábola, es él quien ha recibido el mismo encargo que a nosotros
se nos ha confiado. La acusación que llegó a oídos del “Dueño” (con esta
palabra queremos destacar la oposición que hay entre Dios y nosotros, Él es el
Único y Verdadero Dueño y Señor, nosotros no podemos perder la perspectiva,
somos simplemente “encargados” de unos bienes que se nos han puesto a
disposición, y el encargo implica revocabilidad; en la parábola se nos recuerda
que, otro día, se nos puede llamar a “calificar servicios”, como se dice en el
lenguaje militar), fue la que -en su ausencia- se dedicó a “malgastar sus
bienes”, ahí está, expresamente, plasmada la relación Dueño/administrador.
Aún hay más, si vamos a la palabra administrador tenemos en
ella tres raíces: la palabra ad, y la palabra minister y –contenida en ella- la
palabra minus. Es decir administrador conlleva otra oposición la de
magister/minister (maestro/ministro). Maestro contiene la etimología magis que
viene del latín “el que más” (de ahí que en muchas lenguas “maestro” deviene “master,
o sea “amo”), ministro, en cambio, es portador de minus “el que menos”; ambos
son “servidores” que es el sentido del “ministerio”, pero el maestro es el que
“sabe más” y el “ministro” le está subordinado por sus limitaciones en saber o
en habilidad. Que no se nos olvide la raíz AD que significa "ante" y que sencillamente
no nos deja olvidar la subordinación; será llamado a “rendir cuentas”
poniéndose “ante” el empleador, el que lo llamó al cargo: el administrador es
un “encargado” por Alguien que le es Superior, El que delegó en él la función
de gobernar-controlar en su Nombre: No somos más que simples administradores
puestos en “responsabilidad” por Aquel que nos prestó el encargo (Cfr. Lc 17,
10).
¿Cómo, y esa es la pregunta clave para este Domingo, podemos
con lo que nos entregó Dios Nuestro Señor, tener a alguien que nos reciba
cuando seamos llamados a “calificar servicios”? Si la cosa fuera para ganarnos
opciones y prelaciones en esta vida, la parábola sería prácticamente inmoral;
se trata de ganar “intercesores” cuando el “Dueño” nos llame a rendirle
cuentas. Estamos viendo cómo podemos en esta vida, con los tesoros que Dios nos
pone en administración, ganar “Amigos”. ¿Amigos para qué, a dónde nos van a
acompañar esos “amigos”, qué clase de gustos y alegrías compartiremos con los
que así hemos acercado? El Evangelio nos lo dice muy claramente: “Gánense
amigos para que, cuando ustedes mueran, los reciban en el Cielo.”
Y ¿cómo se aplica eso de llamar a los “deudores” y achicarles
la deuda, haciéndoles nuevos recibos con cuentas a pagar reducidas? Digámoslo
con resumida brevedad: Las obras de Misericordia: Corporales y Espirituales[1].
¡Sí, eso es todo! La manera de ganar amigos para encontrarnos
con ellos en la Patria Celestial es el cumplimiento de las obras de
Misericordia, el desprendimiento generoso de todo lo que Dios nos ha dado. No
retener, no atesorar, no acaparar, sino a manos llenas escribirle al uno: Tú
debías cien sacos de trigo, toma tu recibo haz uno nuevo sólo por cincuenta, y
al otro, date prisa escribe que debes tan solo ochenta. Aliviar las cargas de
todos, hacérselas más llevaderas, tener para con todos, entrañas de
misericordia, aprender la dulce ternura de Jesús, cambiarles el yugo por uno
que sea suave y liviano.
Y cuando ya hayáis logrado eso, vivir en santidad y justicia,
es decir vivir en Misericordia, como un buen “ecónomo”, leed el versículo 10
del capítulo 17 de San Lucas: “cuando hayáis hecho todo lo que se os ha
ordenado, decid: ‘Siervos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debíamos
haber hecho’.”
La Primera Lectura, en cambio, denuncia y señala para
ilustrar nuestra conciencia, lo que hace el pésimo administrador, el que irá
allí donde reina la angustia y se sufre hasta vivir en constante rechinar de
dientes: esos viven afanados por la riqueza, se desvelan para atesorar y
quieren que amanezca más temprano para implementar sus “chanchullos”, alteran
pesos y medidas para ampliar su margen de beneficio, pagan sueldos de hambre, y
hacen pasar el “salvado” por “trigo bueno”, son los pauperizadores. Pero, Dios
ha puesto su Santo Nombre en garantía, Él no olvidará esa injusticia, que es
peor y tiene su agravante en que se hace contra el “pobre”, el elegido para
hacerle víctima de todos estos atropellos.
La Carta de San Pablo a Timoteo nos señala otra obra de
Misericordia: ser orantes, ganar “indulgencias” orando por los demás. Nos
recuerda ser Intercesores y abogar por toda la humanidad, pero muy
especialmente por aquellos que tienen cargos de autoridad. Aún esos que han
alterado medidas y explotado hasta expoliar el último centavo Dios-Padre los
quiere salvar, porque su Misericordia es generosa, porque Él no escatima,
porque su Amor es Eterno (y eterna es su Misericordia). ¡Ojo, miremos lo que
dice la Carta, que nos purifiquemos de odios y rencores! «… evitando, eso sí,
mover a los pobres al odio, porque ello sería tanto como animar a los oprimidos
de hoy, a convertirse en los opresores de mañana.»[2] Para
poder presentar nuestros ruegos y súplicas y alzar las manos hacia nuestro
Dueño y Señor. Los intercesores válidos son los que tienen sus “manos puras”.
El Salmo nos muestra y nos refrenda cómo es Nuestro Señor, Él
nos sacará de nuestras vejaciones, nos ha rescatado pagando el precio de la
Sangre de su Propio Hijo; y –pese a nuestra indigencia- nos lleva a sentar en
el estrado de los Verdaderos Gobernantes, de los Pastores que han administrado
con rectitud, la Corte Celestial de los Justos.
[1]
El Romano-Argentino Pontífice nos ha propuesto
añadir una nueva obra de Misericordia: “… la misma vida humana en su totalidad
incluye el cuidado de la casa común…me permito proponer un complemento a las dos
listas tradicionales de siete obras de misericordia, añadiendo a cada una el cuidado de la casa común. Como obra de misericordia
espiritual, el cuidado de la casa común precisa de la contemplación agradecida
del mundo… como obra de misericordia corporal, el cuidado de la casa común,
necesita simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia,
del aprovechamiento, del egoísmo y se manifiesta en todas sus acciones que
procuran construir un mundo mejor”
[2]
Dom Helder Câmara. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander 1987
p.142
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