Am 6,1a,4-7; Sal 145, 7.
8-9a. 9bc-10; 1Tm 6,11-16; Lc 16,19-31
El impulso místico no
es un lujo. Sin él, la vida moral es puro retroceso; el ascetismo es sequía; la
docilidad, sueño; la práctica religiosa solo rutina.
Henri de Lubac
Toda
la Liturgia en cada Eucaristía reclama hondamente nuestra atención. Todo lo que
sucede, todo lo que se dice, todo en ella espera nuestro cuidado. Muchas veces,
muchísimas, dejamos pasar -por ejemplo- la antífona de Entrada, la Oración
Colecta, la Aclamación antes del Evangelio, la Oración sobre las ofrendas, la
antífona de Comunión, la Oración post-comunión. Todas estas oraciones se
articulan con una hermosa armonía, con una magistral precisión, son como
verdaderos ángeles que nos conducen a lo largo del Santo Sacrificio, durante
toda la Fracción del Pan y hasta las oraciones conclusivas y la bendición
final. La Eucaristía es, como una maravillosa pieza de joyería que no se puede desmantelar
caprichosamente, a riesgo de destruir la estética del conjunto y el resplandor
místico que ilumina el alma. Podríamos ensayar, este Domingo, a examinar y cobrar
cierta conciencia sobre estas orfebrerías de nuestro XXVI Domingo Ordinario (C).
¡Aquí
vamos! En la Oración Colecta ofrecemos querer “apresurarnos hacia lo que nos prometes. Y, ¿qué es lo que Dios nos
promete? Para contestar esta pregunta vamos a exponer el elenco de las promesas
divinas en esta liturgia, extractándolas del Salmo:
a) El Señor siempre es fiel a su Palabra,
b) Él hace justicia al oprimido;
c) Él proporciona pan a los hambrientos
d) Y libera al cautivo
e) Abre los ojos de los ciegos
f) Alivia al agobiado.
g) Ama al justo
h) Toma a su cuidado al forastero.
i) Sustenta tanto al huérfano como a la
viuda,
j) Trastorna los planes del inicuo
k) Reina Eternamente, traducido este eternamente, significa por los siglos de
los siglos.
Pasemos,
ahora, a la Antífona de Entrada. Allí decimos -reconociendo los cargos que se
nos imputan- “Todo lo que hiciste con nosotros, Señor, es un castigo merecido,
porque pecamos contra Ti y no obedecimos tus mandatos”. Pero inmediatamente después,
declaramos- es una injusticia, ¿qué pecado hemos cometido? ¡si somos de los más
santos de los santos! Y, entonces, Dios -con toda su Paciencia, que es
Infinita- nos contesta por boca del profeta Amós:
a) Se reclinan sobre divanes adornados con
marfil
b) Se recuestan sobre almohadones
c) Se comen los corderos del rebaño y las
terneras cebadas.
d) Canturrean al son del arpa
e) Y -además-, siguiendo el mal ejemplo de
David, se inventan nuevos instrumentos
f) Se atiborran de vino (o de cualquier
bebida embrutecedora),
g) Se engalanan con perfumes costosos, y no
con los que son un poco caros, sino con los más costosos.
Y,
como dicen por ahí, tratando de disimular la gravedad de estos extravíos, eso
no es nada grave; lo grave está en que “NO NOS PREOCUPAMOS POR LAS DESGRACIAS
DE NUESTROS HERMANOS”. ¡Si, como decía Cantinflas, “Ahí está el detalle”!
Aquí
viene el detalle, ¡menudo detalle, de la mayor importancia, que no siempre es
debidamente advertido cuando leemos la parábola!: ¿Dónde estaba el mendigo,
Lázaro? “Yacía en la entrada de la casa del rico” (Cfr.). El punto no está en
ser rico para merecer el lugar de castigo, ni el asunto radica en ser pobre
para ir a parar al “seno de Abrahán”. Es posible que los destinos de estos dos
hombres hubieran sido contrarios, si sus relaciones aquí, en vida, hubieran
sido diferentes.
¿Os
parece moral que alguien yazga por la puerta de tu casa, y ese alguien padezca
indigencia, mientras tú gozas de manjares y banqueteas? ¡Ese es el problema y
ahí está el eje del asunto! Toda la moral cristiana reposa sobre este pivote.
Somos todos hermanos en Cristo Nuestro Señor, y no puedo ser indiferente e
indolente ante la suerte de mi hermano. Allí donde haya dolor, necesidad,
padecimiento, soledad, hambre o sed, allí donde está el desamparado, el preso,
el enfermo, el destechado, el desplazado, allí estamos llamados a hacer
presente a Dios-Padre-Providente. Ese es el sentido más humano y humanitario de
la religión. Pero la fe no se conforma con deshacer entuertos, sino que ¡los
deshace en el Santo Nombre de Dios!
Así
barrer o cocinar, dar un pan o un vaso de agua, consolar al triste o visitar al
enfermo, acompañar al solitario o visitar al prisionero que purga su condena
tras las rejas, todos estos actos cobran su dimensión cuando se hacen –como la
hacía Santa Teresa de Calcuta, paradigma cercano de la bondad- viendo tras el
rostro del menesteroso, el rostro dolorido de Jesucristo que sube al Calvario
cargando su cruz a cuestas. Jesús deja de ser ese ente melcochudo, abstracto y etéreo
tras del que nos agazapamos; y, pasa a ser “nuestro prójimo”, el hermano
herido, golpeado, molido a palos, tirado allí, a la vera del camino.
En
cambio, y esto hay que repetirlo con frecuencia, el acto se desluce y adquiere
simplemente una dimensión arrogante de vanidad egocéntrica, si se efectúa por
pura filantropía. No que se vuelva un acto malo, nada de eso; pero ya no es
acto “religioso” porque ya no re-liga nada. Tenemos que cobrar conciencia que
lo religioso re-liga al hombre con Dios,
restablece-un-lazo-de-unión con la Divinidad, hace que el ser humano traiga al
escenario de su mente la idea de ser hijo
de Dios como la idea de ser hermano de los otros (que también son hijos de
Dios). Es una filantropía construida sobre un basamento que nos hermana a
todos, no es filantropía desnuda, sino solidaridad con el que yace allí
postrado, andrajoso, llagado y… acosado por los perros que lamen sus heridas. (¡Es
muy triste porque es más humanitario el perro, tiene más sensibilidad, se
muestra más compasivo, porque lamer es también gesto cariñoso, consolador,
fraternal! El perro brinda una hospitalidad que nos evoca al burro y al buey
que la tradición ha puesto en el pesebre
para entibiarle la cuna al Niño Dios).
Tener
esta idea bajo los reflectores de nuestro pensamiento podríamos decir que es un
Mandamiento
de todo buen cristiano. Podemos llevar nuestra tesis un paso más allá y
afirmar que no es cristiano quien no comprende y no vive esta idea como base de
su existencia. Nunca habremos enfatizado suficientemente la importancia de este
pensamiento. De alguna manera podríamos ver este imagen en todas las páginas
evangélicas y, concluir afirmando que Jesús todo lo que quiere y lo que enseña
apunta en esta dirección. Pongamos una piedrita más en este proceso y
subrayemos que no sólo en el Nuevo Testamento nos encontramos con esta
revelación, ya las páginas del Antiguo Testamento pujan vigorosamente por poner
en primer lugar a nuestros hermanos, al prójimo, y es que este pensamiento está
a la base de aquello de que ¡Misericordia quiero y no sacrificios!
Agreguemos
que la ruta de la santidad está tachonada de estos resplandores; ¿Cuántos
santos han gastado su vida socorriendo a los necesitados? ¿Cuantos han vivido
vigilias y desvelos movidos por esta causa, dando todo cuanto tenían atendiendo
niños, leprosos, enfermos de toda índole?… y si la vida cobra su mayor sentido
cuando se lee como un derrotero hacia la santidad, entonces tenemos que decir -a
renglón seguido- que la santidad es el ejercicio constante de la Misericordia.
Por eso el propio Dios, su Sagrado Corazón, se expresa como Señor de la
Misericordia.
Y,
por los mismo y tanto, son la indiferencia y la indolencia los peores males y
los mayores pecados, porque “cuando no lo hicisteis a uno de estos más
pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mt 25, 45). En la Primera Lectura, de la
profecía de Amos, está enunciado, casi como mandamiento, con un “¡Ay de
ustedes!”: “(los que) no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”, recibirán –ya en esta vida- justicia. En el
Evangelio se nos aclara que esa “justicia” puede dilatarse hasta la otra vida,
recibiendo aquí males, y entonces, allá, bienes compensatorios, que en el texto
aparecen designados con la palabra παρακαλέω [paracaleo],
que traducimos por “consuelo”, y que tiene relación con la idea de ser llamado
para estar ahí al lado, como pasa con el “abogado defensor” que se pone al lado
para defender, para interceder por su “defendido”, es una palabra forense, con
matices legales, que alude al “Tribunal en la Presencia de Dios”, a la “Corte
Celestial”, y con la que nos referimos
también al Espíritu Santo al que llamamos precisamente Paráclito (a quien -a
menudo- designamos como “el Consolador”). Ese consuelo es la protección, el
apadrinamiento del Santo Espíritu, quien lo cobija con su cercanía teniéndolo a
Su lado. La imagen que evoca esta situación es de ternura maternal, como
tomando al hijo entre los brazos, que en el texto del Evangelio, se refiere a
Abrahán en funciones maternales y acuna a su protegido en su κόλπον “seno”, término con el cual designamos
el ámbito de la más dulce protección maternal. Ese es el “premio”, el “regalo”
compensatorio que recibe Lázaro (Lázaro es la forma popular del Eleazar), que
dicho sea de paso significa “el ayudado por Dios”), mientras –cabe destacarlo-
el rico ante los ojos de Dios, en el Tribunal Celestial, ni siquiera merece tener nombre, en tierra era un rico, en el Seno
de Abraham es un “don nadie”. Tiene un “apodo”, Epulón, es decir “el Rico Tragón”
Esta
acogida en el regazo del Padre-del-Pueblo-elegido, gesto Misericordioso,
impregnado de sentido solidario y fraternal, está –por así decirlo- decorado
con unos rasgos de dulzura, de cuidado, que se enumeran en la Carta a Timoteo,
en la perícopa que leemos en la Segunda Lectura de este XXVI Domingo Ordinario
del ciclo C: Rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Como lo
mencionábamos arriba, no se trata de una “fría filantropía”, sino del tierno
cariño entre hermanos que se aman de verdad, ternura dulcificada que usamos en
el trato entre familiares, aquí estamos hablando de trato paternal y maternal.
Hay una manera de abajarse, de inclinarse, de ponerse al lado de Lázaro, que
Jesús nos ilustró con su imagen de la toalla alrededor de la cintura,
arrodillándose –con piadoso gesto- a lavarles los pies a sus discípulos. Esta
imagen designa para nosotros los creyentes el tono y el color que tiñen estas
acciones, gesto revestido de piedad, de afabilidad, de cordialidad: esa es la
manera, con todo afecto y sumo cuidado.