Is 50, 4-7;
Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 2, 6-11; Mc 14,1-15, 47.
…podemos ofrecer tres
cosas: el Evangelio, el crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre, pero
sincero. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El
crucifijo: signo del amor de Jesús, que se entregó por nosotros. Y después una
fe que se traduce en gestos simples de la caridad fraterna.
Papa
Francisco
En el 2017 Papa Francisco inició su Homilía de esta fecha
Litúrgica diciendo: «Esta celebración tiene como un
doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la
entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo
tiempo que se proclama solemnemente el relato del Evangelio sobre su pasión.
Por eso nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta
medida lo que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó
con sus amigos y lloró sobre Jerusalén».
Hay una figura-concepto del Antiguo Testamento que se debe
tener en cuenta para profundizar esta Solemnidad y, a la vez, vislumbrar qué
clase de Mesías es el Señor Jesús. Esta figura es la de “Siervo Sufriente”. El Siervo
Sufriente es patrimonio Isayano (del Deutero-Isaías, escrito por allá hacia el
560 aC. durante el cautiverio en Babilonia) en los capítulos 40-55, muy en
particular en el capítulo 53. Hoy, nos interesa dado que la Primera Lectura es –precisamente-
el Tercer Cantico del Siervo Sufriente. Todo en el Primer Testamento
pre-anuncia a Jesús, y el Siervo Sufriente es claro vaticinio del Salvador.
En la Segunda Lectura, en Fil 2, 8 nos encontramos frente a
una palabra clave: ὑπήκοος que se traduce “obediente”, y en ese mismo
verso nos encontramos la explicación de cómo se mostró esa obediencia, fue humillándose que la implemento. Este ταπεινόω “tapeinoo”
significa “abajarse”, o sea que cumplió obedientemente, abajándose, vaciándose,
alcanzando un desprendimiento, un empobrecimiento, una carencia total. La
obediencia se produce por una kénosis, por una supresión de las apetencias
propias para asumir plenamente la Voluntad de Dios-Padre en la consumación de
su Economía Salvífica. Lo que revela la Escritura es ese Plan Salvífico de Dios
que encargó, precisamente, a Su Hijo. Ese Plan no se podía cumplir sino a
través del Sacrificio de su Propio Hijo. Enmendar el entuerto que el pecado
humano causó, no era posible por una vía diferente a la Entrega de la propia
Divinidad. Se trataba de recomponer un Delicado y Preciso Equilibrio con el que
Dios había ejecutado la Creación, pero esta había sido estropeada hasta tal
punto que era necesario algo como “Crear-la de Nuevo”: La Obediencia de Jesús
“lo hace todo Nuevo”. Así lo leemos en Apocalipsis 21, 5: “Mira, yo hago nuevas
todas las cosas. Este “Hacer-Creador” es exclusivo de Dios, sólo Dios puede
“Crear”. Sólo Jesús puede dar cumplimiento a este “re-Novar”. Para “hacer todas
las cosas nuevas, Jesús se ve ob-ligado a transfigurarse
en Siervo Doliente, a cumplir su consagración como Nazareo; es una
transfiguración que se da en la “desfiguración”.
Su obligación es con el género humano, donde el compromiso lo había contraído con
Su Padre. Y ¿qué lo ob-ligaba? La Alianza que el Padre había pactado. Un hijo
egoísta diría –seguramente- “esas son deudas de mi papá, yo no debo nada, si él
les debe algo, que lo pague él”. Ese lenguaje es totalmente ajeno a Jesús, para
Jesús las Alianzas del Padre son sus propias Alianzas, las “deudas” del Padre
son sus “deudas”; Él suscribe el Pacto y lo honra. Aquí llegamos a uno de esos
maravillosos puntos de difícil comprensión, donde uno se despoja de las
sandalias, porque es terreno Sagrado: Creemos que Dios al crear asume un
compromiso, es esa responsabilidad paternal que no descuida a su criatura.
Luego, aun cuando nos movemos en el terreno del Misterio, preferimos pensar que,
en el Corazón–Amoroso del Creador, Alianza y Creación se entretejen en
unidad-y-simultaneidad.
Regresemos al episodio de la Entrada de Jesús en Jerusalén: Con
frecuencia se nos hace incomprensible cómo fue posible tanto entusiasmo al
recibir a Jesús para, después, con un cambio tan radical, pedir que lo mataran
y haber preferido a Barrabás antes que exonerar a Jesús. ¿De dónde tal
incoherencia? Quizás cuando Jesús entraba en Jerusalén visualizaban al
líder-guerrero que restablecería el poder del Trono de David y los libraría del
dominio romano, esto se puede deducir de Mc 11,10a: “Bendito el reino de
nuestro padre David, que llega.” Además, si era la fiesta de Pascua, la fecha
venía muy bien, se trataba de la fiesta de la “liberación”, cuando Dios obró
prodigios a favor de la liberación del pueblo de Israel de la dominación
egipcia. Parecía lícito esperar que Dios obrara nuevamente, dando a la piedra
de la honda de David el poderío para librarlos del gigantón Goliat; o que,
separara nuevamente las aguas del Jordán para que los Israelitas lo cruzaran a
pie enjuto. Este pueblo escogido se había acostumbrado a ser el consentido de
Dios y lo que esperaban –más que al Mesías- era una nueva maravilla; poder
pasar de avasallados a avasalladores. Así es la mente infantil: Sin duda este
pueblo escogido pensaba que “mi Papá le puede pegar a tu papá”.
Entre las maneras como Dios le hablaba a su pueblo, por boca
de los profetas, estaban los “signos”. Si Dios era coherente con sus signos, el
Mesías debería entrar a Jerusalén en una biga, triga o cuadriga, según era el
uso de los carros de guerra romanos; o a lomo de caballo –como mínimo- según la
usanza de los guerreros al entrar triunfantes. ¡Pero no! He aquí que el Señor
llega en su deslumbrante cabalgadura: πῶλον ¡Un burro! Uno no
podría negarse a entender la simbología. El Señor, según lo leemos en el
Evangelio, no deja espacio a ninguna ambigüedad. Su cabalgadura es la más
humilde, la menos guerrera; no anuncia ningún militar victorioso, no pronostica
ninguna clase de héroe bélico, esto será siempre una tristeza depresiva para los belicosos.
Por el contrario, «Todas las experiencias de Dios del Antiguo Testamento iban
encaminadas, como revelación progresiva, hacia la revelación de Dios que
realizaría Jesús… Lo que hace Jesús es… que… Reúne toda la tradición en
apretada síntesis y le da las últimas pinceladas, resultando una obra
maravillosa, nunca antes vista en su plenitud.»[1]
Más tarde, verlo aprehendido, golpeado, humillado, abandonado
de sus habituales, reducido a un guiñapo, todo proyectaba - según sus
expectativas- la imagen de un anti-Mesías. Que entrara en un burrito, vaya y
pase –al fin de cuentas, así aparecía en las profecías- pero verlo desvalido,
abandonado, sin ni siquiera una “cuadrilla” de hombres que lo secundaran, eso
ya era otra cosa. Eso los defraudó y la decepción la pagaron con moneda de abandono
y traición. ¡Le dieron la espalda!
El entusiasmo inicial, especialmente porque se trataba de
Galileos propensos a las soluciones guerreristas, inclinados a la conspiración
y a los atentados “terroristas”, había puesto nerviosos a los herodianos, a los
del Sanedrín, a los saduceos, que corrieron a alertar al procurador alarmándolo
con la perspectiva de un alzamiento. ¿Pueden figurarse hasta qué limites debió
acrecentarse su nerviosismo al ver que Jesús llegó directamente al templo a
pasarle revista a todo? Basta recordar que ¡el corazón de este sistema estaba,
precisamente, en el Templo! Y Jesús llegó directo al Templo, lo enjuicio con su
mirada, revisó todo y salió con su “pandilla” de Doce.
Nadie logra descifrar lo que se proponía el jinete de este
borreguil trono. Hablamos de trono porque así lo tomó la gente: Le habían
puesto “sus capas encima” para dignificar el sitial, “le extendieron sus capas
a lo largo del camino” para honrarlo, “Gritaban ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene
en nombre del Señor! Ahí viene el bendito reino de nuestro padre David!”.
Seguramente a todos esos letrados y sumos sacerdotes se les pusieron los
nervios de punta. Sus mentes debieron repasar enseguida- la lista de sicarios
de la época. A Ese había que silenciarlo cuanto antes.
Pero la propuesta de Jesús apuntaba en otra dirección, su
oferta era de gestos sencillos de fraternidad, de solidaridad, de
“samaritanidad”. Este paso adelante en la madurez de nuestra fe estamos
llamados a darlo los creyentes de hoy, «La muerte de Jesús, de hecho, es una
fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del
amor de Dios», al decir de Papa Francisco[2]; bebamos
nosotros las aguas de Vida de esta fuente y concentrémonos en «la coherencia de
vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y
nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones» como nos pidió el
Papa –en aquel momento, ya hizo 6 años- desde el balcón del palacio apostólico:
“Nosotros no podemos continuar con una fe deformada, cargada de falsas
expectativas. ¡Hay que corregir la visión! No sigamos esperando que Él nos dé.
¡Es hora de dar nosotros!” ¡Demos caridad coherente! Según la emergencia de
hoy. «Evangelio, Crucifijo y testimonio. Que la Virgen nos ayude a llevar estas
tres cosas».