DENARIO
O BRAZOS ABIERTOS ACOGIENDO
Is 45, 1. 4-6; Sal 95, 1. 3. 4-5.
7-8. 9-10a.e.; 1Tes 1, 1-5b; Mt 22, 15-21
La eternidad comienza aquí y ahora. Es aquí y ahora donde se
construye.
Helder Câmara
La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los
hombres, es su promesa y nuestra esperanza.
Benedicto XVI
Los
invito a ponernos un poco geométricos y hablar de líneas horizontales y
verticales, y poliedros.
El
Hijo del Dueño-de-todo no tiene ni siquiera un denario; para poder ilustrar su
respuesta tiene que pedir uno prestado, para poder mostrar qué tiene impreso. En
esta situación se evidencia cuál es la riqueza de Jesús que se manifiesta,
precisamente, en su “no poseer ni siquiera la moneda que representaba la paga
de un jornal de trabajo”, no posee ni siquiera “la moneda del tributo”. El Rey
de Reyes, no tiene ni una moneda, siendo el Dueño Absoluto, precisamente por
eso su Efigie no está grabada en el sucio metal de la moneda, para no ser “manoseado”,
sólo puede estar impresa en el corazón del hombre, en el Sagrado Fuero de su
Conciencia.
Este
Domingo volvemos sobre la Realeza de nuestro Dios, YHWH es el Único Señor y
fuera de Él no hay otro; Él obra por amor, ama a su Pueblo-escogido; Él obra
–por caminos insospechados- en favor de ese pueblo, valiéndose hasta de los que
no son conscientes de servir a su Altísima Majestad, Nuestro Dios y Señor.
Hasta los que no lo conocen pueden ser vía para servir a sus designios. Es Rey,
pero ¡Alerta! No es un rey humano, es un Rey-Divino, y, así podemos llegar a
dar el gran salto, para entender que no es humano pero se ha humanado para
humanizar su imagen, imprimiendo su Soberanía en el que fue creado a Imagen-y-Semejanza-Suya:
Todo es de Dios, ¡entreguémonos totalmente a Quien es Nuestro Dueño y Señor!
Es
que tener la “Moneda del Impuesto” es sinónimo de dependencia, de esclavitud,
estar en condiciones de pagar tributo a un rey extranjero que nos avasalla, que
nos enajena la libertad, tener esa “riqueza” es andar, entre el bolsillo, con las “fichas del juego ajeno”, del juego
del enemigo: el juego de las monedas, siempre nos encadenará a la ambición de
tener otras y ser esclavo de las efigies en ellas gravadas, sean escudos de
armas, águilas imperiales o serpientes venenosas.
En
cambio, Jesús vive en una libertad ejemplar que le permite vivir para ser
constructor del Reino de su Padre, una libertad que le permite consagrarse; y
sus propios contradictores lo reconocen, así sea para entramparlo: La riqueza
de Jesús no estriba en el manejo de monedas sino en su libertad soberana. Esta
libertad de Jesús lo expresan –en la perícopa del Evangelio que proclamamos
hoy- los labios del adversario, es una libertad que:
Ø Le permite ser siempre sincero
Ø Enseñar de verdad el camino de Dios
Ø No importarle el qué dirán
Ø No vivir ni depender de respetos
humanos
Ø No estar esclavizado por las
apariencias.
«Siempre
se discute acerca de “horizontalismo” y “verticalismo”, “evangelización” y
“humanización”. Yo estoy convencido de que el Señor no establece separación, y
menos aún oposición, entre ambas cosas. La historia de Dios y la historia de
los hombres están entremezcladas y avanzan conjuntamente.»[1] Sólo moviéndonos en el
espacio ilimitado de la libertad que nos enseña Jesús podemos ser obreros del Reino.
Cuando seamos capaces de discernir a qué juego nos “consagramos”, en la
dicotomía: Reinado de Dios o idolatría del César. La soberanía en la libertad
del hombre lo vincula con el compromiso, ya lo dijimos arriba; pero, de los
cinco rasgos de la libertad de Jesús hay uno que está de primero, hay uno que
lo caracteriza, -que acarrea a los otros- en la libertad del hombre que se
compromete con Dios: “Enseñar de verdad el camino de Dios”. Tan es el primero
que define el sentido del hombre religioso: define su misión: lo primero para
el creyente es la evangelización. Evangelizar es promover los valores del
Reino.
Todos
los “fieles” estamos llamados a la fidelidad con el Reino; anunciar la Verdad
del Reino y el Camino de Dios que lleva a Él es nuestro compromiso, el sentido
de la vida, de la espiritualidad, de la fe. La fidelidad con ese compromiso es la
misión de construir –no en la soledad, no en el aislamiento de
“superman” -la figura mítica de las historietas-; nosotros estamos invitados a
un “banquete” -como se precisó el Domingo anterior- donde nos sentamos hombro a
hombro y codo a codo a construir el Reino en equipo –con todo lo dificultoso que
puede ser trabajar en equipo; valorar las diferencias, lidiar con las
oposiciones, con los mal entendidos, con la diversidad de “puntos de vista” y
salir airosos y felices porque, por sobre todo eso, está la unidad (como Jesús
y el Padre son Uno), porque sobre todas esas dificultades resplandece el Cuerpo
Místico, Él saldrá triunfante (y esta es una Verdad de tipo escatológico)
estamos hablando del fin de la historia, del kairós. ««La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto
desencuentro por la vida». Reiteradas veces he invitado a desarrollar una
cultura del encuentro, que vaya más allá de las dialécticas que enfrentan. Es
un estilo de vida tendiente a conformar ese poliedro que tiene muchas facetas,
muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que «el
todo es superior a la parte». El poliedro representa una sociedad donde las diferencias
conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente,
aunque esto implique discusiones y prevenciones. Porque de todos se puede
aprender algo, nadie es inservible, nadie es prescindible. Esto implica incluir
a las periferias. Quien está en ellas tiene otro punto de vista, ve aspectos de
la realidad que no se reconocen desde los centros de poder donde se toman las
decisiones más definitorias.»[2]
«A
quienes pierden el tiempo en discutir acerca de “horizontalismo” y
“verticalismo”, yo siempre les digo lo siguiente: “Ni la sola línea horizontal
ni la sola línea vertical pueden formar una cruz”. Para tener una verdadera
cruz, debemos mantener simultáneamente tanto la línea horizontal como la línea
vertical. Y la línea horizontal son los brazos de Cristo, abiertos a todos los
grandes problemas humanos.»[3]
Es,
precisamente de eso de lo que nos habla la Segunda Lectura tomada de la Primera
Carta a los Tesalonicenses: fe, amor y esperanza. Estas virtudes teologales
están sustentadas en pilares que, si leemos con atención son las que San Pablo
evidencia: la fe en las obras que la manifiestan, el amor en los trabajos
fatigosos que se emprenden; y, la ὑπομονῆς
resistencia de la esperanza que tiene como fundamento a Jesucristo Nuestro
Señor.
«Hoy
día estoy serenamente convencido de que la Iglesia no debe comprometerse y
solidarizarse más que con el pueblo… los gobiernos, tanto de derecha como de
izquierda,… no ven con buenos ojos que la Iglesia se encuentre con ese pueblo.
Están dispuestos a cubrirla de honores y de privilegios a condición de que se
quede en el templo, exclusivamente dedicada a dar alabanza a Dios mediante
hermosas liturgias. A condición de que no se inmiscuya en los problemas de hoy:
los problemas económicos, sociales y políticos… ¡son asuntos de la tierra, no
del reino de los Cielos!... nosotros no podemos aceptar esa postura, ese papel
de Iglesia–museo… Se trata de cumplir nuestro deber de hermanos para con los
hermanos sometidos a la prueba, al sufrimiento y a la opresión.»[4]
Pero
la verdadera alabanza trasciende el templo, la alabanza nos conduce a una
Iglesia que está “en salida”, estamos
comprometidos con una misión (que cuaja sobre los tres
pilares teologales que nombró San Pablo): «Tenemos la responsabilidad de ser
hermanos de nuestros hermanos, sin necesidad de preguntarnos si son católicos,
cristianos o “creyentes”. Nos basta con saber que toda criatura humana es
hermana nuestra, hija del mismo Padre.»[5]
«Hace falta volver a sentir que nos
necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por
el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo
de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la
honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha
servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina
enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el
surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de
una verdadera cultura del cuidado del ambiente.
El ejemplo de santa Teresa de Lisieux
nos invita a la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la
oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto
que siembre paz y amistad. Una ecología integral también está hecha de simples
gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del
aprovechamiento, del egoísmo.»[6]
No hay comentarios:
Publicar un comentario