Ex 22, 20-26; Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47. 5lab; 1Tes, 5c-10; Mt 22, 34-40
¡El deseo de ser como
Dios no se realiza en tenerlo todo en las propias manos, sino en ponerse en las
manos del Padre y de los hermanos por amor!
Silvano Fausti
Aquel
que es víctima es, a los oídos de Dios, la primera voz a escuchar, oráculo del
Señor. Este texto viene del Éxodo. Dios crea la humanidad, y –en un clima de
libertad- lo deja evolucionar, lo deja crecer, le brinda condiciones para que pueda
madurar. Cuando, por fin, alcanza cierto desarrollo, le da un nuevo contexto
histórico para que llegue a hacerse pueblo. No es un pueblo más; es ¡el pueblo
que será su pueblo!
Testimoniamos,
al leer la Sagrada Biblia, la Mano Poderosa de Dios que actúa, porque es un
Dios providente, que cuida a su pueblo, que lo pastorea y lo conduce a pastos
abundantes. No cesan allí sus cuidados paternales, lo libra del lobo, lo guarda
de las fieras acechantes, lo lleva a Egipto, y allí le muestra que sus cuidados
no se han interrumpido. Que no lo descuida, que está muy al tanto de sus
penurias, que está enterado de sus carencias.
Tierna
y dulce es –por ejemplo- la historia de José vendido como esclavo para llegar a
convertirse en Mayordomo de los tesoros de Faraón, y cómo –previsivo, inspirado
por Dios mismo, atesora el grano para las épocas de las vacas flacas, siendo
así como este trigo, terminará nutriendo –no tan sólo a los egipcios, sino
también a los hambrientos del pueblo de Dios. Dios provee –por mano de José- a
su pueblo para que sobreviva la hambruna.
Cuando
al final del Padre Nuestro, rogamos a Dios para que prolongue sus cuidados y
extienda sus desvelos por nosotros, proveyéndonos “el Pan Nuestro de cada día”
hasta el final de los tiempos, le pedimos que nos “libre de todo mal”, porque
Él es un Dios Libertador. Así lo proclama el Salmo de la Liturgia de este
Domingo Trigésimo Ordinario del ciclo A -que es por antonomasia el repaso de
tantos y tantos prodigios que Dios ha obrado en nuestro favor-: “Tú eres mi
fortaleza; Señor, mi Roca, mi Alcázar, mi Libertador”. En el siguiente verso
dice “Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.” Este
salmo, todo él, insiste en mostrar a Dios como el Dios que “me libró”.
Cuando
nos libra, nos liberta; y nos liberta para hacernos libres y nos dignifica
haciendo, de nosotros, un pueblo suyo: un pueblo libre. Como dice San Pablo, no
nos creó con un espíritu de esclavos: “No hemos recibido un espíritu de
esclavitud para volver otra vez al temor, sino que hemos recibido un espíritu
de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!”.(Ro 8, 15), quiere
decir que nos llamó a la libertad para que las bocas que lo declaran Padre, no
sean boca de esclavos, sino labios de libertos. «La mayor dificultad del
oprimido radica precisamente en iniciar su vida en libertad,… La esclavitud
resulta cómoda, puesto que no implica peligros y riesgos, a condición de que se
obedezca. La libertad, por el contrario, acarrea desacomodación,
responsabilidad y riesgos. El mayor peligro consiste precisamente en que el
pueblo no asuma responsabilidades y riesgos. El mayor peligro consiste precisamente
en que el pueblo no asuma las responsabilidades que provienen de su propia
liberación.»[1]
No
con esclavos, ¡no! sino con personas libres se ha dado, a sí mismo, un pueblo
que pueda decirle tiernamente, como dulces bebés: ¡Papito! Que es la traducción
de la expresión Abbá.
Luego
de tener hijos por medio del Acto Creador, y dejarlos crecer y educarlos en la
libertad, los llamó a hacer con Él Alianza. Este vocablo –por su etimología- es
portador de una doble connotación: De un lado está el hecho de significar
unión; por otro, el de quedar atados, ligados, amarrados. Su más antigua
raigambre está en la voz indoeuropea para atar. Dos cosas (o más) que están
atadas, pasan a ser una sola. A su vez, ¿Cómo puede la humanidad hacerse una
sola cosa con Dios, siendo por su naturaleza tan disimiles? ¡No exageremos la
dis-similitud! Bástenos recordar que nos hizo a su “imagen y semejanza”, un poquitín
menos que los ángeles, coronados de gloria y majestad (cfr. Sal 8, 5). No se
vaya a implicar que al atarlos se hagan iguales, no se trata de eso; se podría
atar una rama de eucalipto y una de manzanilla, y no por eso alguna se
convertiría en la otra planta. Pero, si podría llegar a suceder que una ganara
el aroma de la otra, que la rama de humanidad se divinizara; y, como lo hemos
mencionado tantas veces, Dios en su Misericordia ilimitada se “abajó”, se
humanó, para brindarnos ocasión de ganar su aroma, de ser portadores de su
perfume, de Cristificarnos.
Pero,
nos hemos adelantado muchísimo y nos saltamos etapas muy importantes de esta
historia salvífica; tendremos que hacer un fly back a los tiempos de “la educación para
vivir en libertad”. Dios nos enseñó su Ley, nos la dio tabulada en piedra. «Las
normas básicas, que darán el cimiento para ese nuevo pueblo, están contenidas
en el Decálogo, que se convirtió en una verdadera Constitución para el pueblo
de Dios (cf. Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-22). Centrada en el respeto a la vida (No
matar), esa Constitución se abre como un abanico para todas las relaciones
sociales, dando los fundamentos básicos y provocadores de vida para el pueblo.
En el transcurrir del tiempo, se necesitó elaborar normas básicas en situaciones
diferentes.»[2].
Nosotros, pueblo de dura cerviz, tardamos lo que un merengue en la puerta de un
colegio, para infringirla. Esta necedad humana, tan propia de nuestra rebeldía
in-causada, ya se dibujó en la conducta de Adán y Eva y la anécdota del “fruto
prohibido”; y se repite –en el Éxodo- en la página del “becerro de oro”, que es
la página de la idolatría. Y luego, con terquedad inusitada, cientos de veces,
abusando del amor inquebrantable del Padre.
La
Primera Lectura está tomada del Libro del Éxodo, precisamente de la sección
donde se nos ofrece el –así llamado- Código de la Alianza: «Los investigadores
modernos han reconocido que una buena parte del amplio cuerpo legal de Israel…
tuvo su origen y se trasmitió como ley popular. Los ancianos reunidos a las
puertas de los pueblos eran los portadores de la tradición. Allí oían las
disputas que surgían en el pueblo y, sobre la base de la ley de YHWH que habían
recibido de sus padres, emitían fallos (Rt 4, 1-8; Am. 5, 10.12)…En el proceso
de recopilación de estas leyes se formaron tres grandes códigos legales, que
hoy se encuentran en el Pentateuco. Son el Código de la Alianza (Ex. 20, 22-23,
29) el Código Deuterocanónico (Deut. 12-26) y el código de Santidad (Lev.
17-26), que se recopilaron en este orden cronológico.»[3]
«El
código de la Alianza proporciona varios ejemplos de la preocupación de Israel
por los pobres: el trato al extranjero (Ex 22, 21-23) y al miserable (Ex 22,
24). El sujeto que habla en estas leyes es YHWH, el Dios del éxodo y el destinatario
es el israelita que ha sido liberado de Egipto. Tanto la ley que exige
restituir lo robado (Ex. 21, 37) como la prohibición de usura vista antes (Ex.
22, 24) indican cómo la ley privilegiaba la vida sobre la propiedad.»[4]
Y,
sin embargo, la Ley de Dios no es el cauce mismo para enfocar nuestra libertad,
sino tan sólo un campo de entrenamiento. El Amor, por ejemplo, no puede hacerse
Mandamiento, el amor debe brotar espontaneo, autónomo, silvestre. La ruta del
amor no se puede hacer recorrer a la fuerza. Por eso precisamente es que los
que entran al reino son los que se hacen como niños, porque son ellos los que
aman así, sin esperar nada a cambio, saltan a tu cuello y te enredan en sus
abrazos y en sus ternuras; sucede inclusive, que –un momento después de haber
sido reprendidos, abandonando cualquier clase de rencor, vuelven a florecer con
sus dulces expresiones de afecto. Ellos, nos complacemos en constatarlo, cinco
segundos después de haberse disgustado con su amiguito por cualquier causa, retoman
su amistad, sanando las heridas, perdonando la ofensa, en fin, superando lo que
separa y restañando la unión. Recordémoslo siempre: ¡Si no nos hacemos como
niños….!
Retomemos
la idea: La ley es un campo de entrenamiento, pero lo que nos Diviniza, no es
la ley sino el Amor. ¡También con la Ley se corre el riesgo de fabricarse un
fetiche! El pueblo judío, llegó a “fabricarse” 613 leyes que se podían
descomponer en 365 prohibitivas y 248 incitativas. Y, en general, abusando de
la multiplicación de los entes, vamos multiplicando ademanes que parecen –so
capa de engaño- acercarnos a Dios: …la oración A y la jaculatoria B y así
sucesivamente, sin trascender el plano ritual. Ay, al lado de cada uno de estos
gestos, ¡qué pobreza! si lo comparamos con un sencillo acto de amor; pero
realizado “con alma, vida y sombrero”.
Aun
cuando parece desviarnos del propósito, cabe señalar que ni siquiera la frase
“amor con amor se paga” es lícita; porque, el amor no se paga con nada, el amor
no es una transacción de toma y daca. El verdadero amor no espera nada a
cambio… Y, sin embargo, la dialéctica salvífica aguarda “una contraprestación”
(la hemos llamado así, aun cuando tampoco es la palabra más afortunada, porque
también conlleva un sentido de dar-por-un-esperado-recibir. ¡Y no es así! Dios
nos ama, nos da, pero Él no necesita nada: Él lo tiene todo y es el Dueño de
Todo; ni nuestras oraciones lo hacen más grande, ni nuestra ingratitud lo
disminuye, en una palabra: “No necesita nada nuestro” pero le complacen
nuestras ternezas, que Él, Dulce y Amoroso Padre, las descubre y las lee como
Incienso agradable en su Presencia.
Entonces,
la ley no conlleva un sinnúmero de arandelas; sino, como nos lo muestra Jesús
en una maravillosa y apretada síntesis, la Navaja de Ockham llevada al extremo
de la simplificación: Dos cosas solamente: el Querer de Dios y las necesidades
de nuestros hermanos que como nos lo recordaba Helder Câmara, en nuestro blog
del Domingo XXIX, “toda criatura humana es hermana nuestra, hija del mismo
Padre”. «El mandato es doble, amar a Dios y al prójimo, porque nosotros, sólo
amando al Padre y a los hermanos, llegamos a ser lo que somos: hijos. Así
logramos nuestra identidad, sanando la ruptura originada con el Otro, con
nosotros mismos y con los otros.»[5]
«De
lo que más largamente habla el código de la Alianza es del derecho de los
pobres (22,20 al 23,13). Manda de una manera insistente a que se les ayude.
Prohíbe cobrar intereses en los préstamos a los necesitados. Enseña que el
mínimo vital para poder vivir como Dios quiere está por encima de cualquier
otro interés. En resumen, los creyentes en este Dios deben prestarse servicios
los unos a los otros con sinceridad, integridad y justicia. Más tarde este
espíritu de servicio mutuo se resumirá en aquella célebre frase de “Ama a tu
prójimo como a ti mismo” (Lev 19,34).»[6]
Este
Amor-Ágape que Dios tiene por nosotros y nosotros por Él, da como fruto la
Alianza que es un amor no pagado sino bien retribuido, a Dios que lo da, le
damos con largura nuestra gratitud, nuestro amor. Él nos habló, nosotros le
respondemos. Él nos ama, ¡Quién lo amara tanto que de Amor muriera!
Con el fiel, Tú eres Fiel,
con el integro, Tú eres Integro;
con el sincero, Tú eres Sincero;
con el astuto, Tú eres Sagaz.
Tú salvas al pueblo afligido
Y humillas los ojos soberbios. (Sal
17, 25-27)
«A
través del amor, lo que está en el Cielo, sucede también sobre la tierra: el
hombre entra en la misma vida de Dios, en la Trinidad.»[7]
[1]
Balancín, Euclides Martins. Storniolo, Ivo. CÓMO LEER EL LIBRO DEL ÉXODO. UN
CAMINO HACIA LA LIBERTAD Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1995.
pp. 48-49
[2]
Martins Balancin, Euclides. HISTORIA DEL PUEBLO DE DIOS. Ed. San Pablo Bogotá-Clombia
2005. Pp 33-34
[3]
Napole, Gabriel. O.P. DIOS OPTA POR LOS POBRES. EL TESTIMONIO DE LA BIBLIA. Ed.
San Pablo BB. AA.-Argentina 1994 p. 21.
[4]
Ibid p. 22
[5]
Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo.
Bogotá-Colombia. 2011 2da reimpresión. P.498.
[6]
Caravias, José Luis. s.j. DE ABRAHÁN A
JESÚS. LA EXPERIENCIA PROGRESIVA DE DIOS EN LOS PERSONAJES BÍBLICOS. Ed. Tierra
Nueva y Centro Bíblico “Verbo divino” Quito-Ecuador 2011. p. 31
[7]
Fausti, Silvano. Op. Cit. p. 501