Rm 8, 26-30
Hágase Señor tu Voluntad
Ese saber sacar y descartar todo lo que no corresponde a la
heredad recibida del Espíritu es, también, gracia del Espíritu que acude en
nuestro socorro. Sin embargo, San Pablo se ve obligado a descubrirnos una
cierta confusión que la concupiscencia importa como parásito.
Al no saber pedir como conviene: Es el propio Espíritu el que
“intercede con gemidos inefables”. Es decir, se trata de una petición que no se
puede revestir de palabras, es un silencio contemplativo, en el que, el
Mismo-Espíritu-Santo articula el ruego. El Espíritu -que es Dios- pide a Dios,
lo que nuestro entendimiento no alcanza a discernir. Esto que no sabemos, no se
enuncia con el verbo saber, sino con el verbo οἴδαμεν [oidamén] “ver”, figurarse”, percibir, “llevar a la
consciencia”. (Nos lleva a recordar la sentencia de Wittgenstein: “Los
límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo").
Los que oraban en lenguas, serían los “santos” que, piden lo
que el Espiritu les comunica, o sea, piden según Dios. Algunos
piensan que esta perícopa alude a los que oran en lenguas. ¡Abandonémonos,
pues, al Clamor del Santo Espíritu! El clama por nosotros. Casi que podemos
afirmar que su clamor, afortunadamente, reemplaza el nuestro, porque no sabemos
pedir lo que es verdaderamente urgente y necesario.
Espíritu Santo, infunde en nuestro pecho el reclamo, la
solicitud, el anhelo y el ansia, de lo que verdaderamente conviene, aun cuando
no sepamos articularlo y darle expresión: Que sepamos querer lo δεῖ [dei] “conveniente”, “lo indispensable”, “lo realmente
urgente”.
Ese gemido no lo es propiamente dicho, en sentido estricto.
Es un lenguaje Divino, que el Espíritu comprende al exhalarlo y que el Padre
descifra al Escucharlo. Un lenguaje que trasciende lo que la palabra y la voz
humana sabe articular. Por eso dice la Escritura: “… lo que no sabemos pedir”, “lo
conveniente”.
Salta a otro punto, que no es totalmente diverso, sino que
guarda correlación: “a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”. Sea lo
que fuere que pidan los “santos” en lenguas, será adecuado a las necesidades de
los que “aman al Señor”. estos son los que aman y, son, por lo tanto, los que Dios
ha convocado. Digamos que el que ama sinceramente, sabe pedir lo que “conviene”
Ellos han recibido la convocatoria porque Dios nos conoce de
antemano y sabe a quien llama. Y, a quienes reciben esta convocatoria, los
designa para reproducir la “imagen del Hijo”. Esa imagen lo que hace es
enseñarnos el Rostro Divino de Jesús, para que sepamos que Él es el
primogénito. Los portadores de esta imagen del primogénito, no sólo han sido
justificados; aún más, ellos han sido glorificados.
Notemos que San Pablo establece una serie causal: a esos “que
aman a Dios”: los llamó, los justificó, y los glorifico, compartiéndoles la
gloria del Primogénito del cual son portadores para que descubramos en ellos la
profecía previa; permiten que -mirando hacia atrás- nos den a saber, cuál es el
rostro del Hijo.
¿De qué manera retratan el Rostro del primogénito?
mostrándonos por medio de la Gracia obtenida, cuál es la verdadera voluntad de
Dios. Dicho de otra manera, lo que nos muestran no son los rasgos fisonómicos
de Jesús; sino el “rostro” de lo que en realidad debemos pedir para que sea
consonante con la Voluntad Divina.
Lo que no se alcanza, no es “gracioso” a los ojos de Dios. Lo
que se alcanza es lo que agrada a Dios. Sólo ellos alcanzan ser imagen del
primogénito y nos traducen en lengua humana, lo que el Espíritu expresa en esos
“gemidos inefables” para nosotros.
A este abandono nos referimos. A este dejarnos llevar, a este
hacernos dóciles.
La palabra problémica aquí, es la palabra προώρισεν [prorisen] que solemos traducir por “predestinar”; a nosotros
nos comunica otra cosa: Dios que vive en la Eternidad puede descubrir
proyectivamente, lo que la persona “va a hacer”, la “opción que va a tomar”; no
porque Dios lo haya encadenado para que haga A o B, sino porque Dios no está
sujeto a las limitaciones cronológicas en las que nosotros nos movemos. No se
trata de un dios “predestinador”, (nótese la minúscula que utilizamos), sino de
una limitación que nos impide a los humanos, pero que no imposibilita a Dios.
No lo obligó por medio de una “predestinación”; sino que, Dios que ya ve el
futuro, sabe con qué va a salir.
Guarda cierta relación con el “saber” del científico, que
aplicando las formulas puede “predecir” por ejemplo la posición de un planeta
cierto tiempo después. ¡Eso no es “predestinación”!
Esto es importante tomarlo en cuenta porque si Dios nos
hubiese predestinado, no seríamos realmente libres, sino que nos estaría dando
trato de esclavos.
Sal 13(12), 4-5. 6
El Malo, nuestro adversario, se alegra y anhela intensamente
nuestro fracaso, porque ahí empieza a cavar el desprestigio de Dios. En mi
fracaso, él se refocila, no porque tenga muy especial interés en nosotros, sino
por ganarle ese “gol” a Dios. Es, en ese momento, que el Maligno dice: “Se la
gané”.
¡El Malo es puerco! Dicho popular que trasparenta nuestra
fragilidad ante sus triquiñuelas. Pero, viene nuestra fe, y nos hace
inexpugnables. Entonces, ¿cuál es nuestro, bastión y nuestro blindaje infranqueable?
Abandonarnos en el Señor. Dejar que Él sea nuestra defensa. Acudir a Él y
quedarnos amparados en la certeza de su Invencibilidad.
Es una realidad muy analógica con la situación de un
chiquillo que quiere golpearnos y nosotros corremos convencidos a buscar en
papá la seguridad, porque él nos sabrá defender y que, con toda seguridad, con
su sola presencia, contendrá la agresividad del otro niño. Papá no hará nada,
bastará con que esté allí, y estaremos a salvo. ¡Seguros!
Esa Presencia defensiva y protectora de Dios es lo que llamamos Misericordia. Él suple nuestra debilidad. Nos pastorea con su firmeza que ahuyenta al lobo.
Y el gol que quiere anotar el Sucio es llevarnos a las
sombras de la muerte. Por eso el salmista clama: “Dios mío, da luz a mis ojos,
para que no me duerma en la muerte”.
Lc 13, 22-30
La puerta
es declarada estrecha para que el yo y sus presunciones no pasan por ella.
Deben morir afuera.
Silvano
Fausti
Una fragilidad que nos puede ocurrir es que nosotros nos
pongamos a ver, y centremos toda nuestra atención en lo que otros hacen, dicen
o piensan. El discernimiento no viene de la comparación con los demás, proviene
en realidad, de la atención centrada en las Enseñanzas Divinas. Dios nos
enseña. Nos lleva hacia Jerusalén y en su subida, nos va instruyendo.
Claro que de vez en cuando, toma algún referente
paradigmático y con él nos ejemplifica y nos aclara algo. Pero no se queda ahí,
encasquillado en las críticas. Cuando
Jesús algo señala, es solo para instruirnos, no les dice a sus discípulos,
quedémonos mirándolo, fijémonos qué otras “embarradas comete”. No. Señala el
error, y continua. Se trata de desenmascarar un “pecado” y no de perseguir,
condenar y llevar a alguien a la hoguera.
¡No hay un solo caso de este tipo de seguimiento fiscal en
los Evangelios! Nunca desata investigaciones ni persigue cizañero a alguno.
Tomemos como ejemplo y referencia la pregunta de hoy. Los que interrogan quieren saber si son mucho
o pocos los que alcanzaran la salvación. Jesús evade la cuestión del número. Y se
concentra en otro punto. Hay que esforzarse. No es cualquier cosa. Hay un
mérito real en alcanzar la salvación porque implica un empeño tesonero.
Muchos “tibios” lo intentan y fracasan, porque hay que
ponerse al esfuerzo. Muchos quizás hacemos una hojita, o leemos media página, y
le dedicamos, algún día, diez minutos. Esos no logran nada. Realmente no han
tejido un lazo de verdadera amistad con el Señor. Para muchos de esta índole
tenemos la palabra “oportunistas”, porque fue sólo en cierta oportunidad que lo
intentaron. ¡Breve oportunidad!
Pero el verdadero amigo es constante. Es persistente. Se
esmera en ganar el cariño de su amigo y le dedica mucho tiempo y mucho interés.
«En el capítulo 11 se nos ha revelado nuestra filiación
divina, ya asegurada en el cielo, junto al Padre. Pero nosotros nos hallamos
aquí sobre la tierra, en la densidad del espacio y en el flujo del tiempo. El
capítulo 12 nos ha enseñado a vivirla en relación con las cosas: son un don del
Padre a los hijos y de los hermanos entre sí. Ahora, el capítulo 13 nos enseña
a vivirla en el tiempo: como el don es el sentido de todo lo que ocupa el
espacio, así la conversión es el sentido de toda fracción del tiempo. El
presente, único tiempo que todavía existe y aún no ha desaparecido, es la
ocasión para convertirnos. Eso no significa volvernos más “buenos”, sino
volvernos de nuestra miseria a su misericordia, del mal que cometemos, al amor
que Él nos tiene, de la autojustificación a la aceptación de su gracia, como
fuente nueva de vida». (Silvano Fausti)
Un detalle digno de mencionar es que, a esos oportunistas, en
la línea siguiente los titula impíos. Bueno, suena que debe ser algo malo, algo
terriblemente inconveniente. Pero, ¿qué es un impío, con más detalle? Es una
persona que está separada de Dios, que ha rechazado sus enseñanzas y vive
desobedeciendo sus mandamientos. Siempre va contra la voluntad de Dios, obra el
mal y carga con un desprecio irreverente y una falta de piedad hacia lo divino.
Por eso se llama impío, porque no tiene-piedad. Buscando un poquillo de mayor
exactitud, digamos cuales son los tres descriptores de la piedad:
i.
Devoción
ii.
Reverencia hacia Dios,
iii.
Compasión hacia el prójimo
Quepa aquí anotar que, si la puerta fuera muy ancha y la
entrada muy fácil de alcanzar, se demeritaría sustantivamente el significado de
la Salvación. Siempre hemos sabido que la exagerada facilidad de una tarea no
puede señalarla como un logro importante y valioso. Muy seguramente si no fuera
por el empeño que exige y si todos lo pudieran lograr sin esfuerzo, quizás el
premio en sí, se devaluaría. Y alcanzar esa condición perdiera valor, el valor
de darle sentido a la vida.
Que tengamos que meter el hombro y sudar, ennoblece
grandemente la conquista de la presea.
Tomemos como ejemplo la dificultad de ganarle a un equipo de
fútbol con verdaderos cracks en sus filas, llevarse la copa en ese partido, sin
duda tiene mucho sentido, mucho mérito, mucho valor; pero si el partido se
juega contra un equipo de bebés que, a duras penas, están aprendiendo a
caminar; quizás el único valor sería que los chiquillos aprendieran a jugar y,
ganarles sería, hasta una vergüenza.
La Salvación es la más alta meta de la vida, y por eso vale la pena el derroche de esfuerzos continuos para alcanzarla. Y, un anexo, rescatando una consigna de San Ignacio de Loyola: “… es necesario actuar como si todo dependiera de nosotros, sabiendo que todo depende de Dios”. (Silvano Fausti)





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