sábado, 25 de febrero de 2017

PORQUE SÓLO ÉL TE PUEDE SOSTENER


Is 49,14-15; Sal 61,2-3.6-7.8-9ab; 1Cor4,1-5; Mt 6,24-34

No tengas miedo pues Yo estoy contigo;
No temas, pues Yo soy tu Dios.
Yo te doy fuerzas, Yo te ayudo,
Yo te sostengo con  mi Mano Victoriosa.
 Is 41,10.

Antes de todo, tratemos de visualizar cómo se articula este VIII Domingo Ordinario con los Domingos precedentes: ¿En qué nos habíamos quedado? En una especie de Mandamiento cúspide: Buscar una perfección, una plenitud como la del Padre Celestial. Y, ¿quedó atrás? ¿Pasó la semana VII del Tiempo Ordinario(A), y pasó a la historia ese mandato? ¿Daremos vuelta a la página dejando atrás la temática del Sermón de la Montaña? Tal vez tengamos esa percepción, pero no es así. En realidad ese lineamiento que nos da Jesús nos tendría que acompañar por todo el camino y recordemos que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. «Cuando… opto por obrar contra los mandamientos, preferiría que Dios no existiera y por consiguiente estoy dispuesto a prestar fácilmente oído a las objeciones acerca de la fe. No pocas objeciones derivan lamentablemente del hecho que nuestra vida cristiana, nuestros comportamientos no son conformes con el Evangelio.»[1]

Procurar la Perfección de Nuestro Padre es transitar los caminos de la Fe y la Fe precisamente radica en entendernos hijos en el Hijo. «La fe en nuestra vida lo es todo, es el bien sumo; sin ella no hay en nosotros nada divino.»[2] La fe es el amor a Dios, amamos a Dios cuando sabemos fiarnos de Él y reposar confiadamente en sus Manos. Precisamente las Lecturas del Domingo VIII Ordinario del ciclo A tienen ese norte. Si miramos la Primera Lectura, lo que encontraremos allí es el resplandeciente Amor de Dios Padre-Madre: Puede que haya una madre desalmada, pero la fidelidad del Amor de Dios está garantizada por Su Palabra, “Yo nunca me olvidaré de ti, dice el Señor Todopoderoso” (Is 49, 15).

¡Así es! La Fe consiste  en ese abandonarnos en las Manos de Dios, en esa entrega de niño que confía en el Padre. Muchos se niegan a asumir esa docilidad confiada porque la ven como “infantilismo sicológico” y piensan que deben aparentar auto-solvencia para exhibir “madurez”. Ya nos lo enseñó el Maestro, “si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino” (Mt 18, 3).

Dirijamos, ahora, nuestra atención al Salmo: el salmista (Palabra de Dios que nos enseña cómo quiere que nos relacionemos con Él), nos orienta en la dirección de depositar toda nuestra confianza solamente en Dios Nuestro Señor: «En el texto hebreo, aparece seis veces, al comienzo del verso, una partícula adverbial de sonido ronco y gutural, que se traduce por “solamente”: “Solamente un Dios”… “Solamente Él”… “Sólo Dios”… “Sólo Él”… Releamos el pasaje, descubriendo este absoluto que se repite. Nada de medias tintas. Sólo Dios. He ahí la herencia que nos trasmite Israel.»[3]


Y junto al rotundo rechazo de la desconfianza en Dios, encontramos, en unidad dialéctica, evitar la preocupación. ¿Para qué hemos de preocuparnos si el Padre Celestial se ocupa? Y ¡se ocupará en su debido momento! «Dios, como el maná cotidiano, nos da cada día la fuerza para las cargas de ese día, para que aprendamos a vivir con confianza.»[4] Aquí está contenido un mensaje de paciencia y esperanza, está también la aceptación de los ritmos de Dios; y, es que Dios tiene su Tiempo. Nos trae automáticamente a la memoria la expresión de Jesús: “Mi hora no ha llegado todavía”; (Jn 2, 4c). No tenemos que incurrir en la angustia, sino saber aguardar a que llegue el “momento de Dios”.

Aún otra idea, pilar de la fe, se nos ofrece en este conjunto: No tenemos que luchar contra la vida y sus sorpresas, no siempre agradables. La vida nos trae experiencias que, habríamos querido no tener, y contra  las que nos revolvemos y gastamos –en vano- nuestras preciadas energías que habríamos debido enfocar con fe, al servicio de la construcción del Reino. «Normalmente desperdiciamos el noventa por ciento de las energías en tratar de evitar lo que de todos modos acontece y luego descubrimos que es un bien.»[5].


Tampoco podemos dejar la Segunda Lectura al margen de nuestra reflexión: Hay un punto en el que la Primera Carta a los Corintios nos ha traído pendientes: La fe no es un tema individualista sino un tema comunitario: Se trata de tener fe al lado de los que nos rodean, en medio de ellos y –quiérase o no- influidos por ellos. En la fe –insistimos- en el amor a Dios, nuestros prójimos, los más próximos y los más lejanos- nos tocan, nos afectan. Ni siquiera el eremita ama a Dios en absoluta soledad, posiblemente busca el silencio y la quietud, pero busca a Dios ante los ojos de sus prójimos, que no están allí, pero lo miran. En el fragmento de la carta que estamos considerando, leemos: “…poco me importa que me juzguen ustedes o cualquier autoridad humana…”; sin embargo, lo que nos ha pedido en el renglón anterior es “Que todos nos consideren como servidores de Cristo y encargados suyos para administrar las obras misteriosas de Dios” (1Cor 4,1).

Aún hay más: Esta alusión nos lleva el foco de Aparecida (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe), Discípulos y misioneros, que se podía entender como dos enfoques o dos ministerios diversos, y, ahora caemos en la cuenta que todo verdadero discípulo es forzosamente misionero; y no sólo caemos en la cuenta sino que estamos señalados para difundir esta manera de creer, de vivir la fe, de actuar dentro de ella. Creer, amar a Dios, significa llevar el anuncio con coherencia.

Y llevamos la fe no sólo anunciándolo con palabras, sino vivenciándolo y haciendo viva la experiencia. Sobreponiéndonos a nuestra fragilidad, combatiendo nuestras flaquezas, apoyándonos en Él, convencidos que de Él dimana toda la fuerza indispensable para podernos sobreponer a nuestra inestabilidad. Si nuestra fuerza nos lleva a superarnos no tenemos motivo de arrogancia; no es que seamos más fuertes, sino que Dios en su ingente Misericordia nos lo concedió: “¿Por qué te sientes orgulloso como si no lo hubieras recibido? (1Cor 4, 7d).

Se brinda con todo esto la oportunidad de volvernos sobre la hermosísima oración del Padre Charles de Foucault: «Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque te amo, y porque para mí, amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre». ¡Dios, nuestra Roca de Salvación!




[1] Martini, Carlo María.  LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO QUE VIGILA. Ed. San Pablo. Bogotá – Colombia 2003.
[2] Ibid. p. 48
[3] Quesson, Noël. 50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1996 pp. 78-79.
[4] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2011. p. 121
[5] Ibid

domingo, 19 de febrero de 2017

SED SANTOS


Lev 19, 1-2.17-18; Sal 102,1-2.3-4.8 y 10. 12-13; 1Cor 3, 16-23; Mt 5, 38-48

«Las dos tablas del decálogo se revisan con el corazón nuevo del Hijo… sois sal de la tierra y luz del mundo precisamente porque vivís con los otros como hermanos, que conocen al Padre común»
Silvano Fausti

«Con el Sermón de la Montaña delante, estamos en presencia de la Carta Magna del Reino mesiánico.»[1] Insistimos que no es solamente un Sermón de la Montaña, sino el ascenso a una. Por eso, nos hallamos ante una “ascesis”. Jesús –ya lo dijimos- nos lleva hacia el pico, y, allí, ¿qué nos encontramos? ¡Una propuesta de perfección!: «… el Reino es la justicia de Dios, mucho más exigente que la justicia que practican los seres humanos. Sólo la perfección de la justicia puede traer libertad y vida para todos[2]

Hay un aspecto del mayor relieve, San Mateo al entregarnos este relato en su Evangelio establece un abierto y contundente parangón entre Moisés y Jesús; ellos son los grandes legisladores, que comunican entregando al hombre la Ley que el Mismo Dios promulga: «Así como Moisés, desde el Sinaí, había dado a su pueblo el gran código para encaminarse hacia Dios, así también Cristo desde otro monte proclama otra ley, pero una ley más perfecta. En el sermón de la montaña, Cristo establece los preceptos que rigen las principales situaciones del hombre. Mateo nos presenta, con su compilación de varios aspectos de la doctrina de Cristo el espíritu que anima a los que quieren entrar en el reino de Dios, el perfeccionamiento de las leyes y prácticas del judaísmo…».[3]


Jesús examina seis “mandamientos” enunciados por la vía negativa:
También sabéis que se dijo a los antiguos”. Los presenta con la fórmula: “Habéis oído que se dijo…”, o, de manera similar: “Sabéis que se dijo…”; “También se dijo…”, nuevamente, por dos veces, “Sabéis que se dijo…”. De estos seis se vieron cuatro el Domingo anterior; el VI Domingo Ordinario (A); este Domingo VII Domingo Ordinario (A), trabajaremos los dos finales.

1)    No mataras
2)    No cometerás adulterio
3)    Todo el que repudia a su mujer, que le dé el acta de divorcio.
4)    No juraras en falso
5)    Ojo por ojo y diente por diente.
6)    Amaras a tu prójimo y odiaras a tu enemigo.

Esta es la Ley formulada de manera imperfecta; Jesús nos introducirá en la Ley Perfecta con la fórmula “Pero yo os digo”. «Verdaderamente el sermón nos coloca ante bellísimos y también arduos ideales que quizá nunca alcanzaremos. Pero son posibles, y son a la vez un estímulo para posteriores esfuerzos y una ocasión de examinar lo ya alcanzado. A pesar de todo, la presencia de Dios nos preserva del desaliento.»[4]

«La ley no es nueva, sino antigua. Pero el modo de cumplirla es nuevo: ninguno nunca la ha propuesto ni observado de este modo, que es el del Hijo. En efecto, el principio de su justicia es el amor al Padre.»[5] «En la Antigua Alianza el tono es más bien negativo y amenazador: “No harás esto y aquello. Mientras que en la Nueva Alianza es positivo y alentador: Bienaventurado el que hace esto y esto… Cristo se preocupó por reanimar la ley,… yendo hasta el fondo mismo, hasta la esencia; y la esencia es el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo».[6]

Este amor a uno mismo que está en la esencia genética del amor al prójimo, nos conduce hacia una nueva relación que moldea las relaciones interpersonales  poniéndolas siempre a todas en clave de fraternidad. Por el amor al prójimo no puede brotar de la nada, por algún espécimen de “generación espontanea”. Por el contrario, el amor al prójimo tiene un precedente germinal en el auto-amor: Debemos y necesitamos visualizarnos y hacer consciencia de “ser templos”, “Templos vivos”.


El tema del culto aparece aquí vibrante en toda su maravillosa diafanidad. O mejor, en toda su prodigiosa teofanidad! El culto no consiste en edificios magníficos (que también son honor y Gloria al Señor), sino en un corazón orante, humilde y contrito por su condición de pecador, que lucha por vivir coherentemente mplo. la Voluntad del Señor. El culto es conciencia cabal de ser Templos del Espíritu Santo, y conservarnos “puros” para –pese a sólo ser vasijas de barro- alcanzar la sacralidad de Templo. La trascendencia del Templo radica en ser un espacio puesto aparte y especialmente propicio para comunicarnos con Dios. Nuestro corporeidad hace de nosotros una construcción de “barro” en la ue Dios habla y el hombre escucha. Así nos lo explica la 1Cor 3, 17c: “porque el tiempo de Dios es santo”. Esa santidad se nos reclama perentoriamente porque de otra manera uno se autodestruye como Templo y se hace reo de destrucción.

Pero ¿cómo nos hacemos templo, y más aun, cómo llegamos de vasijas de barro a ser Templos del Espíritu Santo? Esto es porque –como ya lo hemos enfatizado- somos hijos en el Hijo. Allí, en ese mismo instante, se da la “transformación” dejamos de ser para llegar a ser; y, por pura gratuidad, por pura Gracia. En el texto del Evangelio de San Mateo que constituye la Liturgia de la Palabra de este Domingo, está presente la palabra “Padre”, por dos veces, para indicar y explicitar la relación entre Dios y nosotros.

Nuestra condición de hijos de Dios nos vocaciona a una manera especial de relacionarnos con el “prójimo”. Somos –cuando llegamos a la esencia misma de nuestro ser- portadores de un Amor que recibimos por Gracia; hemos sido graciosamente consagrados Templos en el Amor del Padre. Y, por lo tanto, llamados a guardar coherencia velando por nuestra relación de hermanos; «Quien no considera al otro como hermano, ha sacrificado la propia vida como hijo y la arroja al basurero.»[7]

No consiste en que cada uno por separado sea Templo. En la perícopa de la 1ª Carta a los Corintios dice que “ustedes son el templo de Dios… ustedes son ese templo”. No pasemos por encima de este “dato”. Esa “santidad” de templo, esa perfección mandada en la nueva ley viene a nosotros como “comunidad” y vive en la fraternidad que sepamos entretejer con todos los “hermanos”.




[1] Moratiel Villa, Félix J. LA BIBLIA EL LIBRO DE LOS LIBROS. LA PALABRA DE DIOS AL ALCANCE DE TODOS. Ediciones 29. Collección inicio. Barcelona-España 2000. p. 118.
[2] Storniolo, Ivo. CÒMO LEER EL EVANGELIO DE MATEO. EL CAMINO DE LA JUSTICIA. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia. 1999. p.63
[3] Fannon, Patrick. LOS CUATRO EVANGELIOS. BREVE INTRODUCCIÓN A SU ESTRUCTURA Y MENSAJE. Ed. Herder. Barcelona-España. 1970. pp. 89-90
[4] Ibid.
[5] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia. 2011. p. 83.
[6] Moratiel Villa, Félix J. Op. Cit. pp. 129-130
[7] Fausti, Silvano. Op. Cit. p. 85

sábado, 11 de febrero de 2017

MOVERNOS EN DIOS


Eclo 15, 16-21; Sal 11-8, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34; 1Cor 2, 6-10; Mt 5, 17-37

Jesús es el primero que vive el amor. Su justicia no es la de los escribas ni la de los fariseos: es la “excesiva” del Hijo, igual a la del Padre, que hace entrar en el reino.
Silvano Fausti

Continuamos este Domingo inmersos en el Sermón de la Montaña. La página central en la vida de Moisés es aquella que nos relata la recepción de las Tablas de la Ley de Manos de Dios, en Quien radica por antonomasia la autoridad legislativa, Dueño como lo es del Árbol del Bien y del Mal, cuya Ciencia, Él mismo, se reservó para Sí (Cfr. Gn 2, 11-12). Estas leyes, que, insistimos, las dicta” Dios, las recibe Moisés para entregárnoslas; Dios nos habla por medio de su Profeta (esto define la función-misión del Profeta, “hablar en lugar de”).


En el Sermón de la Montaña Jesús también “escala” para luego entregarnos la Nueva Ley, Jesús es el Moisés de la Nueva Alianza, pero Mayor, porque es el Hijo. Nosotros haremos, junto con Él, este ejercicio de montañismo, iniciándolo en este Sexto Domingo Ordinario (en verdad, ya lo iniciamos en el Cuarto Domingo, cuando se nos mostraron las Bienaventuranzas), para llegar a la Cima, a su Cumbre, al Pináculo, que es el verso 48 de este Quinto Capítulo de San Mateo, que leeremos el próximo Domingo: “Por su parte, sean ustedes perfectos, como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo” (Mt 5, 48).

La Nueva Ley es el Corazón de la Nueva Alianza, del Pueblo Nuevo conformado por Hombres Nuevos. Que no consiste en una revocatoria de la Ley Primera, la Mosaíca; sino “en llevarla a su plenitud”(Mt 5, 17). Esto se debe tomar muy en cuenta y muy en serio, no se ha dado ninguna abolición, no estamos en presencia de una derogatoria: ¡ojo y oído atento!: “En verdad les digo: mientras dure el cielo y la tierra, no pasará una letra o una coma de la Ley hasta que todo se realice” (Mt 5, 18). Y la Ley debe ser, no sólo cumplida, sino además  enseñada; y esta doble prescripción constituirá la “grandeza” del creyente en el Reino (Cfr. Mt 5, 19) «… el valor de una persona, su fineza y magnanimidad, es “”hacer y enseñar” lo que el amor dicta.»[1]. «El Sermón de la Montaña lo pide todo, cuando pide que creamos en un Dios capaz de trasformar la vida, de hacer nacer un hombre nuevo en el seno de nuestro universo.»[2]


¿Cómo operaría esta plenificación? O, mejor aún, ¿cómo podemos participar en ella? Dirijamos nuestra atención a la diferencia entre la vía prohibitiva y la vía exhortativa. La vía prohibitiva es como un “paseo” donde –en ciertos puntos y en ciertos momentos- encontramos unas vallas, donde se nos propone, realizar cierta actividad; pero en esos momentos, dirigimos nuestra atención al código prohibitivo y recordamos que tal “actividad” no nos conviene. La vía exhortativa, por el contrario, es la recomendación para que, durante todo el “paseo” estemos siempre alertas para disfrutar el paisaje, los alimentos, las flores, los aromas y tener siempre todos los sentidos dispuestos para sumergirnos y embriagarnos con su “gozo”. Esta vía positiva para la formulación de la nueva Ley nos mantiene siempre alertas, siempre comprometidos con la construcción del Reino; siempre descentrados de nuestros egoísmos: abiertos en todo momento al servicio, a la solidaridad, al perdón, a la coherencia de vida, a esa unidad y armonía entre nuestra moral cristiana y nuestra forma de conducirnos. Atentos en todo momento a las necesidades de nuestro prójimo, con especial desvelo por quienes más lo necesitan, por los más débiles y desprotegidos.


No se trata, pues, en la Nueva Alianza de momentos puntuales, o de momentos críticos, donde tomamos decisiones; sino, de todo el tiempo. Nos gusta decir que es una Ley que corre por nuestras venas y compromete cada inhalación de aire y cada latido del corazón. Y en cada latido del corazón se da una Alabanza al Señor, porque todo cuanto hacemos –desde el acto más devoto, hasta el gesto más mínimo y corriente- estarán saturados de la Presencia de Dios-en-nosotros. «En el corazón de cada acción, la intención religiosa. En el corazón de toda acción religiosa, el amor. En el corazón de todo acto de amor, lo absoluto»[3] No sólo la oración, no sólo los momentos piadosos, sino cada instante de nuestra existencia, así cantemos o barramos, así lloremos o silbemos, así cuando hablamos y cuando callamos, en todo estará nuestro corazón puesto en el Señor nuestro Dios; sólo así  en Dios viviremos, nos moveremos y existiremos (Cfr. Hech 17, 28a) haciendo de nuestra fe, nuestro hábitat y de nuestra consciencia de Dios, nuestro sentido. No basta amar, es preciso que el Amor sea en el Santo Nombre de Dios.

«Las exigencias del Sermón de la Montaña son absolutas y carecen prácticamente de límites.  El que adopta el principio de dar una hora de tiempo al que le pide la mitad, de privarse de lo necesario para dárselo a quien le pide lo superfluo, ese comprueba rápidamente que ya no se pertenece a sí mismo y que está a punto de hacerse devorar… Eso es lo que tiene de absoluto el Sermón de la Montaña: no está hecho de rigor y de intransigencia, de una observancia que mantener a toda costa, sino de una llamada que arrastra cada vez más lejos…»[4]


«La norma de nuestro obrar es llegar a ser como el Padre {v. 48}. Has de ser lo que eres: eres hijo, obra como el Hijo, como el Padre que ama a todos. El Sermón de la montaña revisa, bajo esta luz, nuestras relaciones con los hermanos (vv. 21-48).»[5]







[1] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2011. p. 79
[2] Guillet, Jacques. s.j. JÉSUS DEVANT SA VIE ET SA MORT. Aubler Paris-France. 1971 p. 101
[3] Leon Dufour, Xavier. s.j. L’EVANGILE SELON SAINT MATTHIEU. p. 92.
[4] Guillet. Jacques. s.j. Loc Cit.
[5] Fausti, Silvano. Op. Cit. p. 83

sábado, 4 de febrero de 2017

DISCÍPULOS MISIONEROS: NUEVA HUMANIDAD



Es el deber de intervenir creativamente en el progreso cualitativo de la historia… Queremos y estamos obligados a construir una nueva historia, una tierra sin males, una sociedad sin víctimas.
Celito Meier

El discípulo que no tiene el sabor de Cristo no vale nada y  no le sirve a ninguno… el que es iluminado, a la vez ilumina a los otros.
Silvano Fausti

Quinto Domingo Ordinario del ciclo A: “Ustedes son la sal de la tierra; Ustedes son la luz del mundo”.  Este par de expresiones son el “corazón” del Evangelio de esta fecha litúrgica. Pero, para nutrirnos convenientemente de él, es preciso referenciarnos de los otros textos bíblicos que la Liturgia de la Palabra nos propone para la Eucaristía de este Domingo: la Primera Lectura es una perícopa del Profeta (en este caso el Tercer Isaías);  el Salmo 112(111); la Segunda Lectura proviene de la Primera Carta a los Corintios; y, el Evangelio, de San Mateo, de donde se retoma el Sermón del Monte –en lectura continuada- justamente donde lo dejamos el Domingo Anterior.


La Primera Lectura trata de cómo ser Sal y Luz: Isaías nos da, por lo menos ocho pautas, ocho Obras de Misericordia. Escuchémoslas (o leámoslas) con suma atención (Is 58, 7. 8b). Estas acciones positivas son las Obras de Misericordia presentadas a la manera isayana, son las premisas para alcanzar la buenaventura, que el Profeta define en 58, 8-9a. 10.

«¿Cómo será luz para el mundo el pequeño grupo de discípulos, gente sencilla, sin pretensiones y sin mucha esperanza para el propio futuro? Con su modo de vivir la espera del Reino: pobres, puros de corazón, operadores de paz, perseguidos. Así los discípulos se convierten en fuente de la nueva moralidad, hacen comprender qué quiere decir hombre moral hoy… ¿Sabemos ser signo de luz aun para los hombres venidos de lejos, para la gente de cultura, de extracción, de mentalidad distinta? ¿Sabemos ser luz irrefragable con la claridad de nuestras obras que proclaman la verdad del Evangelio? He aquí la responsabilidad conferida a cada uno de nosotros, he aquí la misión de la Iglesia hoy. La Iglesia en su humildad, pobreza y mansedumbre, en su predilección para con los hombres y los humildes, en su amor por la paz, es  signo luminoso para el mundo.»[1]

¿Cómo ser antorchas en esta cultura de muerte y miedo? Ser operarios de la paz, ser constructores del Reino, transformarnos en Hombres-Nuevos, para constituir la Nueva Humanidad; vivir ejerciendo el testimonio lo cual supone, o mejor, exige una coherencia, una fidelidad al compromiso, para que cada uno logre ser-prójimo y entonces, hacernos co-corpóreos en el organismo llamado Comunidad; porque el valor no está en el individuo, sino en su incorporación a “la Asamblea de los que buscan a Dios” sin cejar, sin desistir: La misión precisa la fidelidad; la fidelidad en dos formas: la Persistencia y la Unidad fraterna.


Sal y Luz son representativas de los rasgos del fiel discípulo-misionero: Basta ya de pasar al lado de nuestros hermanos de fe con irrevocable indiferencia. Basta de acudir al culto indolentemente y de decorar nuestra incomunicación con apatía. No basta el saludo; el “buenos días” no excede los límites de la fría y deplorable máscara del aislamiento. ¡Ningún ser humano es una isla! Construir Comunidad es vivir con sincera hermandad, y la sororidad con el corazón en la mano, simplemente porque ¡somos hijos del mismo Padre!

Una antigua tradición llevaba a poner sal a la llama de los hornos de tierra porque, según su usanza, apoyaba el encendido y la conservación del fuego. En este caso ser sal es fidelidad en el inicio de la fe y en su conservación. La sal también congregaba el rebaño que se agrupaba para comerla a orillas del Mar Muerto; en ese caso la sal es figura de la unidad, nos congrega, nos ayuda a mantenernos agrupados, fraternos, solidarios.

La oscuridad parece hacernos más proclives al pecado, quizá porque la oscuridad oculta y favorece el anonimato. La luz, por el contrario, parece ahuyentarlo y es quizás por eso que a la Palabra de Dios la analogamos con la luz. Aun hay más, nuestros ancestros que descubrieron el  poder de la luz para ahuyentar a las fieras, gravaron profundamente en su consciencia la idea de seguridad emparentada directamente con ella. Esa es la misma seguridad que podemos llevar y trasmitir cuando testimoniamos la fidelidad de Dios que “no duerme ni reposa”. La Luz es figura del Emmanuel.

La Luz se junta en haces, los corpúsculos moleculares de la sal se congregan para actuar co-operativamente; así nosotros, estamos convocados a co-operar en la construcción del Reino. Pero, ¡cómo nos cuesta! «Una comunidad comienza… se ve la grandeza, la belleza del estar juntos, se aprecian las ventajas de ser comprendidos, de sentirse apoyados en la propia acción personal, social, apostólica, la posibilidad de comunicar… después sigue… la crisis comunitaria… se comienza a ver que en el fondo el estar juntos no es que sea tan bello, tan color de rosa, ni tan fácil como parecía… Se empieza a ver que es muy difícil vivir en comunidad,… cada uno se revela a sí mismo, los propios conflictos, los temores, las agresividades, los choques nerviosos y entonces todo se va volviendo pesado… o la situación estalla o, se estabiliza en homeóstasis, es decir, un cierto ajuste de los conflictos internos de tal manera que la fachada queda intacta y se puede presentar exteriormente como comunidad…. Comprender… cómo mi pecado es el obstáculo real para llevar a cabo relaciones humanas autenticas, y, por tanto, para la creación de una autentica comunidad.»[2]


 El Cardenal Martini nos proponía tres puntos para meditar: «Señor, ¿qué es lo que hay en nosotros que no nos permite formar comunidad, no nos deja reconocerte en las necesidades reales del prójimo, ni establecer relaciones autenticas de amistad?... Si Dios no nos salva no somos capaces de formar comunidad, esto solamente es un don suyo.»[3]

¿Renunciaremos por esto a ser Sal y Luz? Oportunamente la Primera Carta a los Corintios nos recuerda que en la fe las cosas no dependen de ninguna sabiduría humana sino del Espíritu y del poder de Dios. «El mismo Maestro Jesús pidió que no nos quedáramos lamentando en la contemplación del pasado, sino que “lo” precedamos en Galilea, allá abajo, en nuestra comunidad, pues allá es nuestro lugar, donde el Maestro nos quiere ver actuar, pues es allá donde la vida nos llama.»[4]



[1] Martini, Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. MEDITASCIONES PARA CADA DÍA. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 pp. 368-369
[2] Martini, Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia. 1996. pp. 80-81
[3] Ibid. pp. 82-83
[4] Meier, Celito. LA EDUCACIÓN A LA LUZ DE LA PEDAGOGIA DE JESÚS DE NAZARET. Ed. Paulinas Bogotá-Colombia 2009 p. 104