viernes, 26 de agosto de 2016

ODA A LA HUMILDAD



Ecle 3, 17-18. 20. 28-29; Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11; Heb 12, 18-19. 22-24a; Lc 14, 1. 7-14

“Cuando la imagen Divina, Dios Hijo, vio como el ángel y el hombre, que fueron creados conforme a Él, es decir, a imagen de Dios (sin ser la imagen de Dios) se perdían por una apropiación indebida de la imagen, dijo ¡Ay! Sólo la miseria no despierta envidia… Quiero ofrecerme a los humanos como el hombre despreciado y el último de todos… para que ellos por celos, ardan en deseos de imitar en mí la humildad, mediante ella alcanzarán la gloria…”
Guillermo de St. Thierry


Estamos tan acostumbrados a nuestra “lógica” y desde ella juzgamos todo, discernimos y optamos. Pero, es tan supremamente importante para nuestra salvación tratar de aprender de la Lógica de Dios. Porque Dios no piensa como nosotros y en realidad la Liturgia de este Domingo es un verdadero curso de Lógica Divina. Esa lógica, desde nuestro punto de vista es por lo menos paradojal. Nos parece que está patas arriba y eso se debe a que la nuestra se apiló sobre el poder, la arrogancia y el egoísmo. Las heridas que quedaron en Adán-Caído.

Sin embargo, la redención no es otra cosa que el Sacrificio de Dios Humanado para que pudiéramos reconocer las pútridas bases que soportan nuestro estilo de pensamiento. ¿Cómo y qué podemos hacer para enderezar nuestro entendimiento?

¡No es fácil, no es fácil! Decir humildad es fácil, pero la frontera entre la sincera humildad y la humildad fingida, la humildad actuada, es muy tenue. Por otra parta la humildad no puede vulnerar la dignidad; por muy humilde que se sea, jamás se puede olvidar que somos “hijos de Dios”, y tampoco que somos –en virtud del bautismo- “Sacerdotes, Profetas y Reyes”. Por un lado está el abismo de la humildad falaz y –del otro lado- el precipicio donde la persona es denigrada, negada en su dignidad, envilecida. La humildad, por eso, es en la verdad: La humildad está entre las virtudes cristianas y está entre las herramientas perentorias para la construcción del Reino.

Si el albañil requiere la espátula para su obra, a los obreros del Reino les urge la humildad. Veamos cómo se la uso en las fases fundamentales de la Redención: Nos gustará disfrutar del siguiente relato intitulado “Tres árboles sueñan”[1] que parece ilustrar la famosa frase de Marcel Aymé, “La humildad es la antecámara de todas las perfecciones”. (Perfección que se busca como meta propuesta por Jesús: Sed perfectos como mi Padre es perfecto (Mt 5, 48); y no como arrogancia comparativa con nuestros hermanos a quienes nos aconseja San Pablo ταπεινοφροσύνῃ ἀλλήλους ἡγούμενοι ὑπερέχοντας ἑαυτῶν, “en humildad, tened a los demás por superiores a vosotros,” (Flp 2, 3b)) Vale la pena –a medida que leemos- ir teniendo en cuenta que la humildad de los tres árboles jamás les impidió mirar hacia arriba, y tener aspiraciones; porque mientras la soberbia entorpece el Camino, las aspiraciones legítimas nos ennoblecen, nos alzan, nos levantan, acercándonos a los Ojos y a la Sonrisa del Paternal Orgullo de Dios.


«Érase una vez, en la cumbre de una montaña, tres pequeños árboles amigos que soñaban en grande sobre lo que el futuro deparaba para ellos.

El primer arbolito miró hacia las estrellas y dijo: "Yo quiero guardar tesoros. Quiero estar repleto de oro y de piedras preciosas. Yo seré el cofre de tesoros más hermoso del mundo".

El segundo arbolito observó el pequeño arroyo en su camino hacia el mar y dijo: "Yo quiero viajar a través de mares inmensos y llevar conmigo a reyes poderosos. Yo seré el barco más importante del mundo".

El tercer arbolito miró hacia el valle y vio a hombres agobiados de tantos infortunios, fruto de sus pecados y dijo: "Yo no quiero jamás dejar la cima de la montaña. Quiero crecer tan alto que cuando la gente del pueblo se detenga a mirarme, levanten su mirada al cielo y piensen en Dios. Yo seré el árbol más alto del mundo".


Los años pasaron. Llovió, brilló el sol y los pequeños árboles se convirtieron en majestuosos cedros. Un día, tres leñadores subieron a la cumbre de la montaña. El primer leñador miró al primer árbol y dijo: "¡Qué árbol tan hermoso!", y con la arremetida de su hacha el primer árbol cayó. "Ahora me deberán convertir en un cofre hermoso, voy a contener tesoros maravillosos", dijo el primer árbol.

Otro leñador miró al segundo árbol y dijo: "¡Este árbol es muy fuerte, es perfecto para mí!". Y con la arremetida de su hacha, el segundo árbol cayó. "Ahora deberé navegar mares inmensos", pensó el segundo árbol, "Deberé ser el barco más importante para los reyes más poderosos de la tierra".

El tercer árbol sintió su corazón hundirse de pena cuando el último leñador se fijó en él. El árbol se paró derecho y alto, apuntando al cielo. Pero el leñador ni siquiera miró hacia arriba, y dijo: "¡Cualquier árbol me servirá para lo que busco!". Y con la arremetida de su hacha, el tercer árbol cayó.

El primer árbol se emocionó cuando el leñador lo llevó al taller, pero pronto vino la tristeza. El carpintero lo convirtió en un pobre pesebre para alimentar a las bestias. Aquel árbol hermoso no fue cubierto con oro, ni contuvo piedras preciosas. Solo contenía pasto.

El segundo árbol sonrió cuando el leñador lo llevó cerca de un embarcadero. Pero pronto se entristeció porque no era el mar sino un lago. No había por allí reyes sino pobres pescadores. En lugar de convertirse en el gran barco de sus sueños, hicieron de él una simple barcaza de pesca, demasiado chica y débil para navegar en el océano. Allí quedó en el lago con los pobres pescadores que nada de importancia tienen para la historia.


Pasó el tiempo. Una noche, brilló sobre el primer árbol la luz de una estrella dorada. Una joven puso a su hijo recién nacido en aquel humilde pesebre. "Yo quisiera haberle construido una hermosa cuna", le dijo su esposo... La madre le apretó la mano y sonrió mientras la luz de la estrella alumbraba al niño que apaciblemente dormía sobre la paja y la tosca madera del pesebre. "El pesebre es hermoso" dijo ella y, de repente, el primer árbol comprendió que contenía el tesoro más grande del universo.

Pasaron los años y una tarde, un gentil maestro de un pueblo vecino subió con unos pocos seguidores a bordo de la vieja barca de pesca. El maestro, agotado, se quedó dormido mientras el segundo árbol navegaba tranquilamente sobre el lago. De repente, una impresionante y aterradora tormenta se abatió sobre ellos. El segundo árbol se llenó de temor pues las olas eran demasiado fuertes para la pobre barca en que se había convertido. A pesar de sus mejores esfuerzos, le faltaban las fuerzas para llevar a sus tripulantes seguros a la orilla. ¡Naufragaba!. ¡Qué gran pena, pues no servía ni para un lago! Se sentía un verdadero fracaso. Así pensaba cuando el maestro, sereno, se levanta y, alzando su mano dio una orden: "Calma". Al instante, la tormenta le obedece y da lugar a un remanso de paz. De repente el segundo árbol, convertido en la barca de Pedro, supo que llevaba a bordo al Rey del cielo, tierra y mares.

El tercer árbol fue convertido en sendos leños que por muchos años fueron olvidados como escombros en un oscuro almacén militar. ¡Qué triste yacía en aquella penuria inútil, qué lejos le parecía su sueño de juventud!

De repente un viernes en la mañana, unos hombres violentos tomaron bruscamente esos maderos. El tercer árbol se horrorizó al ser forzado sobre las espaldas de un inocente que había sido golpeado sin misericordia. Aquel pobre reo lo cargó, doloroso, por las calles ante la mirada de todos. Al fin llegaron a una loma fuera de la ciudad y allí le clavaron manos y pies. Quedo colgado sobre los maderos del tercer árbol y, sin quejarse, solo rezaba a su Padre mientras su sangre se derramaba sobre los maderos. El tercer árbol se sintió avergonzado pues, no solo se sentía un fracasado, se sentía además cómplice de aquél crimen ignominioso. Se sentía tan vil como aquellos blasfemos ante la víctima levantada.

Pero el domingo en la mañana, cuando al brillar el sol, la tierra se estremeció bajo sus maderas, el tercer árbol comprendió que algo muy grande había ocurrido. De repente todo había cambiado. Sus leños bañados en sangre ahora refulgían como el sol. ¡Se llenó de felicidad y supo que era el árbol más valioso que había existido o existirá jamás pues aquel hombre era el Rey de reyes y se valió de él para salvar al mundo!


La cruz era trono de gloria para el Rey victorioso. Cada vez que la gente piense en él recordarán que la vida tiene sentido, que son amados, que el amor triunfa sobre el mal. Por todo el mundo y por todos los tiempos millares de árboles lo imitarán, convirtiéndose en cruces que colgarán en el lugar más digno de iglesias y hogares. Así todos pensarán en el amor de Dios y, de una manera misteriosa, llegó a hacerse su sueño realidad. El tercer árbol se convirtió en el más alto del mundo, y al mirarlo todos pensarán en Dios.»



[1] Agudelo C. Humberto A. VITAMINAS DIARIAS PARA EL ESPÍRITU 2. Ed Paulinas-CORESPAD. 3ª re-imp 2005 p. 229

sábado, 20 de agosto de 2016

SOMOS UNA NACIÓN SANTA QUE DIOS SE ELIGIÓ PARA SÍ


Is 66,18-21; Sal 116,1.2; Heb 12,5-7.11-13; Lc 13,22-30

Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Mt 5,9

Jesús, en su respuesta, traslada el centro de atención de cuántos se salvan a cómo salvarse, esto es, entrando «por la puerta estrecha»
Raniero Cantalamessa ofm. Cap.



Empecemos a leer detenidamente el Evangelio de este Domingo XXI del tiempo  ordinario, ciclo C. Jesús, en el contexto de nuestra fe, se nos ofrece como paradigma para nuestra propia existencia. Sus actos nos brindan un δειγμα (ejemplo, modelo) para sus seguidores. Más aún, se nos propone como como “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y digamos que su validez paradigmática está fuera de toda discusión cuando hacemos consciencia que Jesús no es simplemente un hombre sino que Él es Dios y Hombre, que Él es el mismísimo Hijo de Dios.

Va camino de Jerusalén, y en su recorrido va pasando por pueblos y ciudades, destaquemos que no simplemente pasa, sino que pasa διδάσκων enseñando (el verbo διδάσκω literalmente traduce “causando aprendizaje”). Dos aspectos rescatamos de este versículo. Su desplazamiento, Él no simplemente llega y se queda ahí, en algún sitio, sino que se desplaza, se desacomoda, vive itinerante, dijéramos que vive en permanente “Éxodo”; nos propone una existencia dinámica. Esto es, nos enfoca en un estilo para vivir la fe, no y para nada muellemente apoltronado, sino vital, que va en busca, que sale al encuentro. Va buscando a “las ovejas perdidas” y no las busca para castigarlas, para imponerles torturas, ni para venderlas por ser ovejas en diáspora. ¡Las busca para enseñarles! He aquí el Rostro salvífico de la enseñanza. Él las va a salvar de su dispersión, reuniéndolas, unificándolas en un solo rebaño. Para unirlas no se las llevará a un sitio específico, dado que su reino no es “geográfico”, su reino se edifica en el corazón de los llamados con esa enseñanza. Ese gesto de Dios-humanado está saturado de ternura, es equivalente –en la parábola de los dos hijos en Lc 15, 20- a cuando el Padre, divisa a su hijo a lo lejos, “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.” Equivale a esa carrera del Padre, saliéndonos al encuentro. Nos estamos refiriendo a nuestra fe como un reinado pleno de Misericordia, de acogida misericordiosa.


Y del otro lado de ese versículo, tenemos hacia dónde avanza Jesús. Nos dice que se encaminaba hacia Ἱεροσόλυμα Jerusalén. ¿Qué es Jerusalén? La palabra traduce “morada de la paz” y nosotros lo entendemos como adjetivo que califica al “reino”, ¿cómo es el reino de Dios? El reino de Dios se define como una estancia de paz. Y, entendemos también que no solamente el reino lo es, sino que el sólo hecho de caminar en su rumbo ya la implica. Quizá no todavía en plenitud, pero ya en sus primicias. Que, en la Segunda Lectura, tomada hoy de la Carta a los Hebreos, se llaman καρπὸν εἰρηνικὸν, δικαιοσύνης “frutos de paz y de santidad”.

No es caprichosa la interpretación, Jesús mismo la establece como vemos más adelante, en el evangelio de este Domingo, en Lc 13, 29 donde dice que llegados de los cuatro puntos cardinales vendrán a ἀνακλιθήσονται (yacer, recostarse, reclinarse)(era la posición en que se ponían para comer) ἐν τῇ βασιλείᾳ τοῦ Θεοῦ en el reino de Dios. Y es esa expresión aludiendo a los cuatro puntos cardinales la que nos lleva a entender que la “enseñanza de Jesús” ha de ser llevada al “oriente, al poniente, al norte y al sur”. Y que en todas esas direcciones habrá quienes den cabida y acepten oír y aprender de Él. Porque esta obra de expansión de sus enseñanzas (que nosotros, para decirlo en breves palabras, llamamos “evangelización”) se nos ha encargado a nosotros como parte de ese dinamismo de la fe, pero no es obra nuestra, es Él Quien la realiza. Digamos otra palabra que consideramos pertinente, y, que es –por lo mismo- en la jerarquía de nuestras labores, la obra principal. Esa es nuestra competencia.


¿Tendrán cabida todos? Entrar en el Reino no depende de vivir en tal o cual ciudad, no depende de haber ido a Roma o de haber visitado Tierra Santa, ¡No! Como nos lo explica el Padre Raniero Cantalamessa, es el fruto de una «decisión personal seguida de una coherente conducta de vida»[1]. Pues esta perícopa de Lucas nos habla como de un momento divisorio, un momento en el que el Padre (Dueño de Casa) se  levanta de la Mesa (porque el Reino es un “Banquete”) y cierra las Puertas. Pero sólo hasta ese entonces, todos, los de todas las direcciones, “hasta de los países más lejanos y las islas más remotas” (se nos dice en Is 66,19 que forma parte de la Primera Lectura de este Domingo XXI), están siendo convidados, y no es de nuestra competencia establecer discriminaciones, eso  sólo le compete al Dueño de Casa. Para nosotros el tema es que la Puerta, pese a su estreches y al esfuerzo tesonero que demanda, está abierta para todos. ¡Y eso nos basta!

Pero esos dos aspectos de la Puerta, ese par de rasgos, forma parte de la Enseñanza, enseñanza que se vigoriza con la expresión Ἀγωνίζεσθε “Esfuércense”. De ahí inferimos que el Reino no está ahí botado, sino que amerita un despliegue de “esfuerzos”, que es demandante, que exige vigilancia, que requiere empeño, tenacidad, perseverancia, ahínco y firmeza. Ese empeño tesonero para alcanzarlo lo ha resguardado la Iglesia como uno de los rasgos característicos en la búsqueda y construcción del reinado de Dios.


Completa nuestra mirada a las Lecturas de este Domingo, remitirnos a los numerales 781 y 782 del Catecismo de la Iglesia Católica donde se nos muestra cómo se hizo Dios un Pueblo para Sí y cuáles son las características que nos identifican:

781 "En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo [...], es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu" (LG 9).

782 El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:
— Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9).
— Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
— Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico".
— "La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo" (LG 9).
— "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).
— Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano" (LG 9).
— "Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).

Nos dice el papa Francisco[2]: « En la actualidad pasamos ante muchas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene futuro. Pero yo les pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras tormentas, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús. Cierto, la puerta de Jesús es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser cristianos no es tener una «etiqueta». Yo pregunto: ustedes, ¿son cristianos de etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.».

Concluimos nuestra reflexión con una voz positiva, con una voz de aliento tomada en préstamo del Padre Cantalamessa que cierra su homilía así: «El camino de los justos … es estrecho al comienzo, cuando se emprende, pero después se transforma en una vía espaciosa, porque en ella se encuentra esperanza, alegría y paz en el corazón»[3].



[1] http://homiletica.org/RaineroCant/RanieroCantalamessa0153.htm
[2] Papa Francisco. ÁNGELUS Plaza de San Pedro Domingo 25 de agosto de 2013.
[3] Cantalamessa, Raniero OFM Cap. Loc Cit.

sábado, 13 de agosto de 2016

FUEGO: AMAR ILIMITADAMENTE


Jer 38,4-6.8-10; Sal 39,2.3;4.18; Heb12,1-4; Lc 1 2,49-53

El alma más querida para mí es aquella que cumple fielmente la voluntad de Dios.
María Santísima a Santa Faustina

¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice — según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la "división", o —según la redacción de san Mateo— la "espada"? (Mt 10, 34)
Benedicto XVI

Nos hallamos frente a una crisis de comprensión ¿Cómo vamos a entender este fuego que Jesús ha venido a traer?

Nos encontramos ante tres afirmaciones muy fuertes que hace Jesús en el Evangelio Lucano (12, 49-51):
·         Vine a traer el fuego a la tierra
·         He de recibir un bautismo
·         Vine para establecer la división

¡Roguemos al Espíritu Santo que nos asista!

Porque fácilmente puede pasar que esta sea una perícopa clave y (como el sacerdote y el levita pasemos de largo). Oh Espíritu Paráclito, haz que nos inclinemos ante estas frases de Jesús como el Samaritano se supo inclinar y supo atender a su “prójimo” con el máximo gesto de “hospitalidad misericordiosa”, para que guardemos tu Enseñanza siempre presente en nuestro pecho. Permítenos Señor, saborear tu mensaje y guardarlo en nuestro corazón, así como tu Santa Madre supo conservar cada aspecto de tu vida en su Corazón Inmaculado, como se atesora sólo aquello que tiene real valor. Lo pedimos, por Jesucristo, Nuestro Señor, que vive y reina en unidad con el Padre, en Infinito Amor. Amén.

¡Claro que si vino a traer fuego a la tierra! Bástenos mirar la imagen de su corazón inflamado que –no hace mucho- habitaba tantos hogares que reconocían la Llamarada de su Corazón como la potestad reinante en sus vidas familiares. Llamarada de vida, Sangre y Agua derramados de su Costado que nos “incendian” de Misericordia en la imagen del Sagrado Corazón Misericordioso, revelado a Sor Faustina Kowalska. El Señor de la Misericordia no es otro que el Sagrado Corazón que derrama en nosotros su sangre y agua.


Tomemos una sencillísima frase de Sor Faustina: “"El verdadero amor a Dios consiste en cumplir la voluntad de Dios. Para demostrar a Dios el amor en la práctica, es necesario que todas nuestras acciones, aún las más pequeñas, deriven del amor hacia Dios.”

Esta humildísima aseveración nos permite intuir porque tal Llamarada de amor puede conducir a la división. Y es que aquellos que le han apostado el corazón al Rival,  no lo soportan. A esos el corazón les escose de ira, de rechazo; sus palabras y sus acciones le arden y le queman como ácido. Si algo repugna el impío es escuchar o ver a alguien cuya voz o cuyas acciones aluden al Señor. Con tal de alejarse de su voz, preferirían ser enviados a encarnar en cerdos y desbarrancarse en el mar, para así no seguir oyendo al que habla las palabras de Dios. Si están cerca del que apunta hacia Dios, aquel “poseído” se encabrita, (lo he visto con estos pobres ojitos que –como reza el dicho popular- “se han de comer la tierra”), escupen babaza gruesa y miran con ojos inyectos; se ponen agresivos y no vacilan en atacar.

Pero ¡es muy sano que Jesús separe! La palabra griega que traducimos por división es la palabra διαμερισμός que se traduce con suficiente precisión como “hostilidad” y como “separación”. Mirémoslo en la Primera Lectura, contra Jeremías. Todo el veneno que destilan, como urden acusaciones y planes homicidas contra el profeta. ¡Que sevicia! No sólo quieren matarlo sino que quieren condimentar su crimen con crueldad sádica. Lo dejan en un pozo con el piso hecho un lodazal para que se hunda poco a poco. La idea es garantizar que sea una muerte lenta para hacerla más penosa.


Comprendamos que esta es una forma de división distinta a la que practica el “Patas”. El Malo divide para debilitar, para confundir, para poder reinar; en cambio, el Señor separa para preservar inmaculado al “Justo”. Jesús separa para cuidar, para proteger; el Señor separa porque no quiere permitir que su fiel “conozca” la corrupción. Separa oportunamente la paja de la mies.

La dialéctica de este análisis nos obliga a mirar la contra-cara. Ya, en ocasión anterior, descubríamos y enfatizábamos que Jesús no es “menso”; el dicho popular lo califica “Manso” pero precisa que “no menso”. El diccionario de americanismos nos traduce menso” por “tonto”, “bobo”. Y efectivamente que ¡el Rey de Reyes no lo es! El ama la paz, promueve la paz, nos conduce por caminos de paz y las semillas que siembra en nuestro ser son de serenidad y paz. Pero, a la vez, Él sabe que el “Malo es puerco” y –aunque Él nos propone la mansedumbre de las palomas- sabe perfectamente el Fuego que usará llegada la Hora. Y la astucia que tendremos que desplegar.

El amor de Dios no es de frigideces, ni de tibiezas, el Amor de Dios es de este mismo Fuego que Jesús vino a traer y a sembrar en nuestro ser. También Él, al llegar la hora, trensará un fuete con cuerdas y arrojará a los que venden monedas profanas en el Atrio del Templo.

El Camino de Redención, que caminó (¿o corrió?) Jesús fue desde el principio, conocido por sus seguidores y discípulos como “la Pasión”. Y, es que este Amor es una Amor apasionado. El amor de Jesús es un Amor distante de tibiezas (insistimos), es vehemente, entusiasta, ¡ardiente! Es un verdadero “Fuego”. El Fuego que Jesús vino a traernos.

Miremos ahora, bajo esta Luz, la perícopa de la Carta a los Hebreos que constituye la Segunda Lectura de esta fecha (XX Domingo ordinario, ciclo C). Las afirmaciones centrales y medulares en ella son:
·         Dejemos todo lo que nos estorba
·         Librémonos del pecado que nos ata
·         Corramos la carrera que tenemos por delante.

Es muy difícil correr con impedimentos encima, más difícil todavía si estamos maniatados. A nuestra carrera de la fe precede una etapa de “liberación”, de “desintoxicación”, un verdadero bautismo que nos lave. Luego si estaremos listos para desenvolvernos como atletas, y correremos desembarazados de toda clase de obstrucciones.

Esta Carta a los Hebreos nos indica también que poseemos una Brújula infalible: “fija la mirada en Jesús, autor y consumador de nuestra fe”. Permanecer vigilantes cosiste en ni siquiera parpadear, los ojos muy fijos en el que “Traspasaron”.


Todo esto tiene un objetivo y el Salmo nos lo señala: “Muchos se conmovieron al ver esto// y confiaron también en el Señor.” El propósito de todo esto es la pedagogía del contagio por ejemplo”. Consiste en mostrar coherencia para que otros puedan creer. El contagio es –recordemos que dijimos que podíamos compararnos con velas- y que el Señor nos pasará encendiendo. Ahora sabemos con qué clase de fuego nos va a inflamar: Será con el Fuego del Amor, porque ya lo dijo San Juan: “Dios es amor” y, Santa Faustina dijo que “Ahora comprendo bien que lo que une más estrechamente el alma a Dios es negarse a sí mismo, es decir, unir su voluntad a la voluntad de Dios. Esto hace verdaderamente libre al alma y ayuda al profundo recogimiento del espíritu, hace livianas todas las penas de la vida y dulce la muerte.”.





sábado, 6 de agosto de 2016

ELEGIDOS POR EL ENAMORADO DIOS


Sab 18, 6-9; Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20. 22; Hebreos 11, 1-2. 8-19; Lc 12, 32-48

Nadie enciende una lámpara y la cubre con una σκεύει vasija”, o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entren vean la luz.
Lc 8, 16

Vamos a tratar de acercarnos a las Lecturas del Domingo XIX Ordinario, ciclo C, aferrándonos a una palabra o expresión de cada una de ellas:

De la Primera lectura tomemos la palabra “promesas” (Sab 18,6).  ¿Quién ha prometido? Se les había anunciado la Pascua con antelación a los antepasados y en su acaecer pudieron reconocer que las promesas eran “firmes”, o sea, confiables, se dieron cuenta que podemos contar con lo que Dios nos ha prometido, porque Dios no defrauda.

Pero ahí no paraba lo prometido, había más que esperar: La salvación de los justos, la aniquilación de los enemigos. Y también se cumplió.

Al cumplimiento de las Promesas debe, como es lógico para los corazones agradecidos, conllevarnos a la celebración, esta celebración se hace con himnos, los mismos que entonaron nuestros mayores. Nosotros nos honramos en seguir celebrando aquellas victorias y las más Recientes elevando nuestros cantos a Dios.

Del Salmo 32 vamos a tomar la expresión “Pueblo Elegido”. El pueblo elegido recibe un título importante, trascendental: Se dice de él que sus “ciudadanos” son אַשְׁרֵ֣י “felices”, “dichosos”, “bienaventurados”. No es un pueblo triste y lánguido, un pueblo abandonado y descuidado, ¡nada de eso! Es, por el contrario un pueblo ¡privilegiado! Mimado, favorecido. A Él, nuestro Dios Santo, imploramos que manifieste su bondad con nosotros. El Señor se manifiesta Poderoso-Fuerte-Fiel porque –sin revocar su Elección- borró todas las fronteras y se hizo un Pueblo escogido allende los límites de Israel, y vino a buscarnos más allá de las montañas y los mares, para hacerse un rebañito, hasta encontrarnos a nosotros y prodigarnos su paternidad, para que sabiéndonos hermanos, viviéramos en Comunidad haciéndonos fraternos, solidarios, amándonos como verdaderos hermanos, con un amor “Samaritano” que no repara en nacionalidades, ni en otras premuras, sino que da prioridad al ser humano porque puede ver en él al otro, a otro hijo de Dios, y en el otro al Otro, al que nos acunó en su Dulzura de Padre.


De la Segunda Lectura tomaremos la palabra “Fe”. Hagamos un esfuerzo por entender de qué se trata la fe. Pongamos a un lado las definiciones tradicionales y activemos lo más devoto del corazón pidiendo auxilio al espíritu Santo: ¿Dinos Señor qué es la fe? ¡Permítenos Padre Celestial, conscientes que la tierra que pisamos es Tierra Sagrada, acercarnos con los pies desnudos! (Descalzarse se puede entender en este contexto como gesto de profunda y reverente humildad), para abrir nuestro pecho a la acción de tu don. ¡La fe! «”Con la fe el hombre se abandona a Dios libremente”… La fe en nuestra vida lo es todo, es el bien sumo; sin ella no hay en nosotros nada divino. Si no tenemos la fe quedamos inmersos en el pecado, en la incredulidad, en el desconocimiento de Dios, en el sinsentido de la vida. Con la fe, en cambio, comenzamos a existir»[1] Ante todo la fe no significa -para nada- mudarnos a vivir al Templo (quizá, su aceptación nos implique visitarlo mucho más a menudo, y a algunas personas las puede conducir a vivir en comunidad, en el “convento”), ni colocarnos de espaldas a la vida, a la realidad, «La fe no desengancha al hombre de las realidades cotidianas, pero le hace verlas con otra luz, con mayor objetividad, con discernimiento certero de lo que conviene.»[2] «La fe es un don de Dios y que adviene como gracia del Espíritu Santo. Pero no conviene abusar de esta idea, pues Dios se deja encontrar por quien lo busca y abre la ´puerta de la fe a quien golpea en ella.»[3]


Consideremos un cuentito intitulado “Explicar a Dios”

A los 20 años de edad John Dee empezó a escribir su gran libro sobre Dios. Cuando cumplió 30 años terminó el primer tomo. Pasaron cinco años más y concluyó el segundo. Al llegar a los 40 dio cima al tercero. Se desesperaba el filósofo, pues su obra debía tener 50 tomos. En menos no se podía definir a  Dios.

Un día John Dee salió de la biblioteca a respirar el aire mañanero. Una muchacha que volvía del mercado lo miró al pasar. El resto de la historia es corto: las historias de amor son siempre cortas. Se enamoró John Dee de la muchacha y de aquel amor nació un hijo. “Este es el libro de Dios- afirmaba John Dee, mientras mecía en sus brazos al pequeño. Quizá después vendrán otros volúmenes, pero éste basta para explicar a Dios-.[4]

Esta es una manera de enfocar la fe que nos deja ver que no consiste en ausentarse de la vida sino –todo lo contrario- consiste en dar vida, en enamorarse para hacerse fecundo, ya que la fe está en la dinámica del amor, el amor también es la “sangre” que vigoriza la vida de la fe; la fe no es quietismo, mucho menos ausentarnos de la realidad, «La fe es dinámica. No se queda estancada. Es un caminar con avidez hacia la luz… Conforme nos acercamos más y más a Jesús –que es el único camino hacia el Padre-, nos extrañamos nosotros mismos de cómo vamos conociendo más y más los planes de Dios; cómo lo vamos entendiendo mejor y ya no nos asustamos de su manera de ser “tan rara”. Es señal de que Dios se nos está confiando… Dios quiere algo más para nosotros. No quiere una fe quieta. Desea para sus hijos una fe gozosa, como la de Bartimeo, que al saber que Jesús lo llamaba, saltó, lanzó al aire su capa, y se acercó a Jesús sin la luz en los ojos, pero con una claridad meridiana –su fe- en el corazón.

La fe no es para quedarse pidiendo limosna a la vera del camino. La fe es fuerza poderosa dentro de nosotros, “garantía de lo que se espera, prueba de las cosas que no se ven”, que nos hace recibir en el corazón, antes que en las manos, lo que Dios tiene preparado para cada uno de sus hijos.»[5] La fe nos introduce en el amor, amando a Dios, aproximándonos progresivamente a Él, haciendo de nosotros sus fieles acompañantes, y, con ese trato asiduo, lo vamos reconociendo, familiarizándonos con Él. Y Él nos corresponde, haciéndose presente en cada momento de la vida.


Dos rasgos importantes de la fe nos señala y subraya el fragmento de la Carta a los Hebreos que leemos en esta ocasión: La fe nos lleva a salir, a dejarlo todo, a partir en busca de lo “prometido”, aun cuando no lleguemos a entrar en la “Ciudad de sólidos cimientos”, como Abrahán, como Isaac, como Jacob. Y, por otra parte, como Sara, nos capacita para aceptar aun lo que nos parece imposible, aun cuando no lleguemos a ver “la incontable descendencia como las arenas del mar” y sólo podamos “verla y saludarla de lejos”. La fe es pues un dinamismo que nos hace caminar en pos de “una patria mejor” (Cfr. Hb 11, 8-19).

Tener la fe, haber recibido firmes promesas y haber sido designados para ser su Pueblo Escogido es haber recibido la heredad de hijos, “El Padre ha tenido a bien darnos el reino”. ¡Qué gran herencia! Verdaderamente hemos recibido muchos tesoros de valor incalculable, hemos sido llamados a ser coherederos con el Propio Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero, ¡atención! “Al que mucho se la da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”.


¿Qué nos cabe a nosotros en ese dinamismo de una virtud que viene de Dios, de una elección con la que hemos sido honrados por Dios? El evangelio nos responde: Vender nuestros bienes, estar listos (con la túnica opuesta y las lámparas encendidas), no en estado permanente nerviosismo, ni en zozobra y angustia; permanecer en vela, permanecer vigilantes (porque el Malo quiere colarse por algún boquete), no descuidarnos pensando que el “Amo tarda”, sino actuar siempre con fidelidad y prudencia, cumpliendo con nuestro deber. Alimentando oportunamente “la servidumbre”, o sea, a los semejantes, porque el que está puesto como administrador, no es más que otro siervo en quien el Señor ha delegado –provisionalmente- una función.


Así que ¡Ea!, pues, salid de vuestra biblioteca, id a respirar el “aire mañanero” (no importa que sea por la tarde o por la noche; en los temas de fe a cualquier hora hay “aire mañanero”), tal vez pase “Alguien” que nos voltee a mirar y en nuestro pecho se eche a arder el resplandor de la fe. Nos gusta pensar que somos una vela y que el Señor pasa y con su amorosa antorcha, pone a arder nuestro pabilo. Y no olvidéis jamás que una vela se enciende, no para ponerla debajo de un cajón, sino en lo alto, donde sirva para alumbrar a los demás.








[1] Martini. Carlo María. LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO QUE VIGILA. Ed. San Pablo. Bogotá –Colombia 1ª ed 2003. p. 48
[2] Amigó. Carlos. QUUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá 1992. pp.47.48.
[3] Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 p. 23
[4] Agudelo C., Humberto A. VITAMINAS DIARIAS PARA EL ESPÍRITU 2. Ed. Paulinas. 3ª reimp. 2005 p.315.
[5] Estrada, Hugo s.d.b. MEDITACIONES BÍBLICAS Ed. Centro Carismático Minuto de Dios. Bogotá – Colombia. 1987. Pp. 51-53