sábado, 25 de junio de 2016

ES INDISPENSABLE SOBREPONERSE AL EGOÍSMO


1 R 19,16b,19-21; Gal 5,1,13-18; Lc 9,51-62

El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus enseñanzas trasmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento… seguir a Jesús es seguir a Dios, el único Absoluto.
Segundo Galilea

Los Domingos XII y XIII están en una continuidad inextricablemente enlazada: Este Domingo la perícopa evangélica inicia en el verso 51 del capítulo 9, donde Jesús “se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51b). Jesús decide subir a Jerusalén, esta subida es, particularmente dos cosas: la clara respuesta a la pregunta de quién es Él, lo cual implica una profunda auto-consciencia; y, por otra parte, la plena aceptación de la misión que se le ha encomendado, desprendiéndose de todo egoísmo, y poniendo en primerísimo puesto el “querer” del Padre. Es una respuesta con hechos, con acciones, no se queda en discurso sino que contesta con un “quehacer” indesmentible. Este “quehacer” supera el rótulo de profetismo, así como trasciende la imagen de Mesías.

«Jesús incluso llegó a hacer algo que casi no encaja en su manera de ser: adoptó por un momento una actitud insólita en Él y les preguntó a sus discípulos qué pensaban sobre Él; les hizo la pregunta directa: ¿Quién soy yo? Les pidió que le dieran opiniones y reacciones sobre su persona por parte de ellos mismo y por parte de otros. Y eso no era mera curiosidad ni, mucho menos, cotilleo inútil. Tampoco estaba Jesús jugando o bromeando con sus discípulos como un maestro tomándoles la lección, o como si tratase de sacar de Pedro una confesión sorprendente para la edificación de los demás. No. Jesús no finge. Jesús habla en serio. Muy en serio. . Jesús hace una pregunta porque quiere la respuesta, porque quiere saber, quiere enterarse, quiere oír de boca de sus amigos lo que ellos y otros piensan de Él, información que proporcione fondo y contraste a su propia búsqueda de sí mismo. Y por eso pregunta sin ambages: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Juan el bautista, Elías, Jeremías… La primera pregunta ha preparado delicadamente el camino para la segunda, que sigue ahora con mayor intensidad y expectación: “Y vosotros, ¿quién decís vosotros que soy yo?” Nunca en su vida se había acercado tanto Jesús de hombre a hombre a sus discípulos como en aquel momento privilegiado en que les pregunta por sí mismo, aguarda expectante la respuesta, espera en alguna manera ayuda, apoyo, luz sobre lo que era para Él la pregunta más importante de su vida. ¿Quién soy yo? Y entonces ocurre algo muy bello. Pedro le contesta… y con ella en el alma subirá a Jerusalén a mostrar que es Hijo frente a la misma muerte.»[1]

«Los discípulos comenzaron a poner al tanto a Jesús acerca de los miles de comentarios y “chismes”  que se ventilaban acerca de su persona. En realidad, a Jesús el pueblo lo colocaba en un sitial de gran importancia. Lo comparaban con Elías, con Jeremías, con Juan Bautista, personajes destacados en la espiritualidad del pueblo judío. No estaba mal. Pero ese no era el lugar conveniente para Jesús… El Señor, después de escuchar a sus apóstoles, cuando le informaban acerca de lo que la sociedad de su tiempo pensaba acerca de Él, los llevó al plano de lo “personal” y les preguntó: Bueno, y yo ¿quién soy para ustedes? (Mt 16,15) Jesús antes de hacerles esta pregunta, como el maestro que adiestra a los alumnos para el examen, los había ido preparando con antelación. Ya les había explicado su “evangelio”. Ya les había hecho presenciar varios milagros, multiplicación de panes, cambio de agua en vino, múltiples curaciones de enfermos, expulsiones de malos espíritus, poder contra la tempestad en el mar. Ahora, los interroga para ver que habían comprendido de su mensaje. Pedro fue quien interpretó el sentir de todos: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 16, 16)»[2]


«Pedro le acababa de decir a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; pero cuando Jesús comenzó a explicarles que debía ir a Jerusalén para que lo crucificaran, Pedro se lo llevó aparte para decirle que no debía permitir es. Jesús lo llamó SATANAS, porque Pedro estaba repitiendo la tentación del espíritu del mal en el desierto; quería apartar a Jesús de su cruz.

Pedro no aceptaba un Mesías derrotado. Pedro, como los demás del pueblo judío, quería un Mesías triunfador que aplastara a los enemigos del pueblo de Israel.

Muchos cristianos no quieren un Jesús con cruz. Un Jesús que exija compromiso, sacrificio. Quieren un Jesús que deje vivir en paz. Optan por una “religión” más cómoda que consista en “practicas piadosas”, en procesiones, flores, candelas, peregrinaciones, novenas. Todo este ritualismo, si no lleva a un cambio de vida es vano. Hasta puede convertirse en superstición, en idolatría…. Tienen miedo de tomar la cruz de Jesús y por eso se agarran de prácticas piadosas para tranquilizar su conciencia, para hacerse pasar por cristianos, cuando en realidad, son unos paganos llenos de supersticiones. Mientras no llegue la “segunda conversión”, el individuo puede engañarse a sí mismo: puede creerse cristiano, cuando en realidad, es un pagano que se ha aferrado a ciertos ritos religiosos para “tener contento a Dios”, y que no le suceda nada malo.»[3]


El Domingo anterior, Jesús nos entregó tres condiciones para el discipulado:
·         Que no se busque a sí mismo
·         Que tome su cruz de cada día
·         Y lo siga

«Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de Cristo es hablar de conversión, de “venderlo todo”, en la expresión evangélica, con tal de adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt 13, 44-46) Sólo Dios puede exigir un seguimiento así…»[4].

Si el seguimiento es conversión necesitamos urgentemente saber de qué se trata la conversión. Segundo Galilea nos proporciona -a renglón seguido- una definición muy clara. «Adecuarse a los valores que Cristo nos enseñó, que nos arrancan del egoísmo, la injusticia y el orgullo.»[5] La primera barrera a demoler es el egoísmo, «La raíz común de todas las tentaciones es el apego al propio yo.»[6] que –como está sucediendo en nuestra sociedad más que nunca en la historia- pretexta la libertad; cuando toda le ley está resumida, como nos lo aclara la Carta a los Gálatas, en Amar al prójimo; divino precepto que de no cumplirse nos llevará a “mordernos y devorarnos mutuamente hasta llevarnos a la destrucción. (Cfr. Gal 5, 15).

Sin embargo, aun cuando la Carta a los Gálatas nos pide conservar nuestra libertad y preservar ese tesoro que Cristo nos compró a precio de Sangre; el desorden egoísta del hombre –que va contra el Espíritu de Dios- logra impedirnos hacer lo que querríamos hacer. (Cfr. Gal 5, 17). Así, en los tres casos mencionados en la perícopa del Evangelio de este XIII Domingo Ordinario –ciclo C:
·         Alguien que ofrece seguir a Jesús dondequiera que vaya
·         Al que Jesús le dice que lo siga pero dilata el asunto hasta tanto vaya a enterrar a su padre
·         Y, el tercero, que se ofrece a seguirlo, pero sólo después de haberse despedido de su parentela.

«Lo que ocupa el primer puesto en tu tiempo-programa es el primer objeto de tu corazón. ¡Es tu dios!... Si no abandonas todo afecto prioritario con respecto a Dios y no ordenado hacia Él, no eres libre y fallas en darle sentido a la vida»[7].


«El que está apegado a las cosas, a las personas o al propio yo, y busca otras seguridades fuera de la obediencia, decididamente no es apto para el Reino… El que supera estas tres tentaciones, es asociado al camino de Jesús, será enviado (10, 1 ss)… es necesario no mirar lo que está detrás, ni el propio yo ni su historia, sino lo que está delante, Dios y su Palabra… El discípulo tiene una única seguridad la renuncia a todo lo que tiene (14, 33).




[1] Vallés, Carlos G. CALEIDOSCOPIO AUTOBIOGRAFÍA DE UN JESUITA. Ed. Sal Terrae Santander-Bilbao 1985 p. 32
[2] Estrada, Hugo. sdb. PARA MI, ¿QUIÉN ES JESÚS? Ed. Salesiana. Guatemala 1998. pp.14-15 .
[3] Ibid. pp. 7-8
[4] Galilea, Segundo. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1999. p. 9
[5] Ibidem.
[6] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE LUCAS. Ed. San Pablo. Bogotá Colombia 3ra Ed. 2014. p. 351
[7] Ibid p. 350

sábado, 18 de junio de 2016

DISCIPULADO Y CRUZ


Zac 12, 10-11; 13, 1; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9; Gl 3, 26-29; Lc 9, 18-24

Jesús no me necesita, pero yo me siento muy feliz de que me quiera como discípulo.
William A. Barry s.j.

“Hay que soltar el miedo y ser fiel…”
Del Himno de la XXXI Jornada Mundial de la Juventud

El Evangelio que leemos en este XII Domingo Ordinario (C), nos presenta a Jesús que formula, no una, sino dos preguntas. Es una mayéutica-dialéctica: no sólo pregunta: Τίνα με οἱ ὄχλοι λέγουσιν εἶναι “¿Quién dice la gente que soy yo? Sino que, en segundo lugar, pregunta: Ὑμεῖς δὲ  τίνα με λέγετε εἶναι “Y, ustedes quien dicen que soy yo?”. La respuesta, pues, no es única, es una dupla. Lo que entendamos es el resultado de la tensión dialéctica entre ambas respuestas.

«Se ha hecho la pregunta. Es la cuestión más inquietante de la historia.

La identidad de Cristo no puede sino despertar conflictos, sobre todo en el hombre consigo mismo.

Porque la acogida de Jesús no es una posibilidad de la vida: es la opción sobre la que se juega la vida en la raíz y para siempre.

El reconocimiento de su misterio se convierte en proyecto del hombre.

Lucas, al presentar este sondeo de opinión hecho sorprendentemente por Jesús, tiene ante los ojos a los interlocutores directos del misterio galileo, una comunidad proveniente del mundo pagano… La comunidad cristiana de Lucas corre continuamente el riesgo de perder su identidad…

La salvación podría venir de la fuerza política (Hch 17, 7); o de la confianza en los ídolos construidos a imagen del hombre (Hch 17,16); o simplemente de la razón, la sabiduría de los filósofos, la ilusión más inmediata y más a la mano (Hch 17, 18).

La tentación, pues, es continua: en la comunidad lucana y en los directos interlocutores de Jesús.

Hasta la persona más grande del mundo y más decisiva de la vida, sino entra en las elecciones concretas de la existencia, termina por convertirse en un pleonasmo inútil.

Y la sustitución es inmediata. Ningún hombre puede permanecer sin modelos y sin proyectos.

Si Cristo se decolora en el fondo de la memoria apremian otras hipótesis: el encanto ambiguo de una salvación, de una vida que viene del poder, tal vez no como potencia extraña, sino como mitización de la fuerza y como necesidad de seguridad.

La promesa que viene de los ídolos, con la tentación de un dios hecho a imagen del hombre que tolere todo, sin ninguna exigencia moral o ideal.

Pero sobre todo la alternativa a la muerte de la fe, como proyecto de Dios, es el hombre que busca en el espejo del futuro sólo a sí mismo. Este es el ídolo último que morirá.»[1]

En la primera respuesta lo que tenemos es una comprensión “lógica” –en ese contexto histórico- aquella “gente”. ¿Qué otra cosa podían ver con sus ojos físicos? Pues veían en Él un “profeta”. Esta era una categoría entendible entre ellos: en esa época, desde su experiencia de fe, «… una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel.»[2], les permitía entender que Dios les hablaba por interpuesta persona, puesto que ellos no podían hablar con Dios directamente sin que se les causara la muerte. Varias veces vemos que al sospechar haber estado ante la Presencia, la reacción era de miedo, de espanto, el terror natural cuando se piensa que  enseguida vamos a morir. La segunda, habla de un “Ungido”, -como tanto hemos insistido- ellos visualizaban al Mesías como un Rey que restablecería la época dorada davídica.


El pueblo judío conoció los profetas y el profetismo; las Escrituras les reportaban el mensaje entregado por ellos –como mediadores- de una revelación. En la actualidad, «Quizá se tenga una visión del profeta y de la profecía un tanto anacrónica y desenfocada, fruto de los clichés que la imaginación de escritores y artistas nos han presentado, así como por el desconocimiento de lo que es la profecía tal como la entiende y la vive la Iglesia. Ni es adivinación del futuro, ni predicción de acontecimientos, ni videncia intemporal, ni fenómenos extraordinarios y paranormales…. En la profecía hay siempre una denuncia explícita o implícita de todo aquello que va contra el honor de Dios y la dignidad del hombre»[3]

Estamos llegando en el Evangelio de Lucas a un punto crucial. Es un punto de giro, punto álgido en la vida de Jesús: Pasar de la primera parte, (que va del verso 4, 14 al verso 9, 50), donde vemos a Jesús presentado como un profeta amigo de pescadores; a la segunda, (que va del verso 9,50 al verso 19, 28) y donde Jesús subirá a Jerusalén mostrándose como Mesías que cumple las señales y maravillas predichas para el Esperado: La perícopa que nos ocupará este Domingo está ubicada en este Evangelio entre la “Multiplicación de los panes y los peces” y –vendrá a continuación en el Evangelio de San Lucas- la Transfiguración (que continua la respuesta de Jesús sobre Quien es Él) y la sanación del muchacho que estaba poseído por un espíritu malo.

El primer detalle que nos entrega la perícopa es que “Un día Jesús se había ido a un lugar apartado para orar y estaban sus discípulos con él. Les hizo esta pregunta: ‘¿La gente, quien dice que soy yo?’”. La sensación que experimentamos es que Dios Padre en su dialogo con el Hijo, le manda a “evaluar” el cumplimiento de la misión encomendada preguntándole a sus discipulos: ¿Veamos hasta qué punto se ha llegado en el encargo confiado?


Cabe aquí dar una pequeña definición de la oración, como para saber de qué se trata. «Orar es pedir, y alabar, y agradecer, y suplicar perdón, y, sobre todo, meterse en la mente y en el corazón de Dios y aprender a ver y a sentir las cosas como Dios las ve y las siente. Es como adquirir la mentalidad de Dios… La razón, el verdadero motivo por el que el hombre no medita, no reza, no hace oración, está en que tiene miedo de presentarse ante Dios. No porque crea que Dios lo va a castigar, sino porque sabe que le va a exigir, que le va a complicar la existencia, que le va a pedir que cambie tantas cosas en su vida. Esta es la verdadera razón»[4]. Es cierto, ¡el hombre no se hace orante porque tiene pereza y miedo al compromiso! Lo que se nos ha enseñado en nuestra cultura es ese tipo de indisciplina que consiste en hacer mi voluntad y seguir sólo los dictados de la “superficialidad”. A nada tenemos más miedo-pereza que a tener que ser coherentes con “la Palabra de Dios”. Por el contrario, vivimos en un patrón social que predica la comodidad de “lo único obligatorio es hacer lo que a usted se le venga en su real capricho y, dejar que los otros hagan otro tanto”. Y, para dar un fértil campo de cultivo a estas ideologías de la cómoda laxitud, proclamamos el fin de las ideologías y el nacimiento de una era de consensos espontáneos que no tienen –por ende- ningún compromiso de perdurabilidad más allá de los que impongan las reglas del mercado, en fin, el paraíso de la subjetividad pura (pero que no aspira a ninguna pureza).

En cambio, nuestra fe propone un consenso estable, el amor como vía para la construcción del proyecto social que, nosotros denominamos, Reino de Dios, porque se funda sobre el “ver y sentir las cosas como Dios las ve y las siente”. Cómo hacerlo todo y pensarlo todo desde la mentalidad de Dios.


A esto somos invitados, el texto evangélico lo dice: “Si alguno quiere seguirme…”. Es una propuesta que apela a tu voluntariedad, fíjate “si quieres”, no nos dice que tengamos que seguirlo, no, ¡de ninguna manera!

«Ni siquiera Jesús identifica la propia vocación y el propio destino con su voluntad: sino que está la objetividad de otro proyecto, el del Padre. Todo lo que el Padre ha querido y ‘todo lo que ha sido escrito respecto del hijo del hombre se cumplirá’. (Lc 18, 31)

Un proyecto pues de auto-trascendencia que se extiende y se desarrolla en un largo y difícil viaje hacia la Pascua.

Palabra, gestos, doctrina y “signos” entretejen el único proyecto que Jesús realiza con ‘decisión’ (v.51)

Su subida concreta de Galilea hacia Jerusalén es un decidido caminar al encuentro de la cruz y hacia la consumación de una oferta viva: la de su vida entregada para ‘siempre’.

Sólo ‘entregada’ así su vida se convierte en la historia en fuente de humanidad nueva, reencontrada con él dentro de la más inaudita experiencia del mundo: la alegría de la Pascua.

A este “si” de Jesús, fuente y modelo de todo seguimiento, responde la reluctancia del discípulo, que solamente poco a poco se convierte en “si”, y con fatiga.

Los discípulos han decidido arriesgar. Pero se fatigan al decir “si” de nuevo “si” cada día, y pasar de un seguimiento proclamado a un seguimiento vivido (Lc 17, 25; 18, 34; 19, 11; 22, 37, 24, 5.25).

En la intuición del primer instante está la valentía del riesgo; si después se presenta el riesgo del cálculo, termina el seguimiento… seguir a Cristo significa asumir todo el grueso de la existencia con la rudeza de una cruz ferial para volver a empezar cada día.»[5]

«Pero así como no sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través de Jesús, tampoco sabemos realmente lo que es la oración, la pobreza, la fraternidad o el celibato, sino a través de la manera como Jesús realizó esos valores. Jesús no es sólo un  modelo de vida; es la raíz de los valores de la vida… todo seguimiento de Jesús comienza por el conocimiento de su humanidad, de los rasgos de su personalidad y de su actuar, que constituyen de suyo las exigencias de nuestra vida cristiana.


Este conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor que seguimos “contemplativamente”, con todo nuestro ser, particularmente con el corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no como un investigador…no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos seguirlo. El rostro del Señor se nos revela en la experiencia de su seguimiento.»[6]




[1] Masseroni, Enrico. MAESTRO ¿DÓNDE VIVES? Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1993. pp. 46-48
[2] Benedicto XVI JESÚS DE NAZARET. Ed. Planeta. Bogotá –Colombia 2007 p. 342
[3] Amigó Vallejo, Carlos. CIEN RESPUESTAS MÁS PARA TENER FE. Ed. Planeta. Barcelona-España 2003 pp. 31-32
[4] Amigó, Carlos. QUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta Documentos/217. Impreso en Colombia. 1988 pp. 99-100
[5] Masseroni, Enrico. Op. Cit. pp. 73-74
[6] Galilea, Segundo. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C. 1999 p. 23

sábado, 11 de junio de 2016

LO AMARÁ MÁS

 πλεῖον ἀγαπήσει αὐτόν



2S 12, 7-10. 13; Sal 31, 1-2. 5. 7. 11; Gal 2, 16. 19-21; Lc 7, 36-8, 3

Aquella mujer estaba tocando a un hombre, estaba tocando a Dios que se dejaba acariciar.
Milton Jordán Chigua

Circulan toda una serie de cuentos-parábolas de raigambre oriental que, no solamente nos dan mucha tela de donde cortar, sino que, además, nos proporcionan un rico material de reflexión. Tomando como referencia las Lecturas de este XI Domingo Ordinario del ciclo C, nos vino a la memoria la siguiente:

«Dos monjes zen iban cruzando un río. Se encontraron con una mujer muy joven y hermosa que también quería cruzar, pero tenía miedo. Así que un monje la subió sobre sus hombros y la llevó hasta la otra orilla.
 
El otro monje estaba furioso. No dijo nada pero hervía por dentro. Eso estaba prohibido. Un monje budista no debía tocar una mujer y este monje no sólo la había tocado, sino que la había llevado sobre los hombros.
 
Recorrieron varias leguas. Cuando llegaron al monasterio, mientras entraban, el monje que estaba enojado se volvió hacia el otro y le dijo:
-Tendré que decírselo al maestro. Tendré que informar acerca de esto. Está prohibido.
 
-¿De qué estás hablando? ¿Qué está prohibido? -le dijo el otro.
-¿Te has olvidado? Llevaste a esta hermosa mujer sobre tus hombros -dijo el que estaba enojado. 

El otro monje se rió y luego dijo:
-Sí, yo la llevé. Pero la dejé en el río, muchas leguas atrás. Tú todavía la estás cargando...»


Hasta aquí el cuento. Mostremos ahora el paralelismo con las Lecturas. En el Evangelio nos encontramos con Jesús que es “tocado” por una mujer “de mala vida”, que le acaricia los pies mientras se los baña con sus lágrimas y se los seca con su propio cabello, se los besaba y con aceite los ungía. Es una escena de amor “desmesurado”. Visto desde un ángulo es una mujer que se “atreve” a tocar a un hombre; esta mujer en el relato es juzgada por “Simón” el fariseo -que había invitado a Jesús a su casa para atenderlo con una cena. Simón la cataloga como “una pecadora”.

Desde el ángulo de observación opuesto está Jesús: También es juzgado y sentenciado: ¡No es profeta! ¡Ese es el veredicto! ¿Por qué es juzgado? Pues, ¡porque se deja tocar! Mientras Simón esperaba “el rechazo”, “el desprecio”, la “marginación”. En cambio, Jesús le permite, la deja, no teme, no evade, no muestra desconfianza. En general, no piensa que el contacto lo va a dejar “impuro”.

Pero ¡no! La pasividad con la que Jesús se deja hacer nos trae a la mente la frase del profeta Isaías: “…no abrió su boca; como cordero que es llevado al matadero, y como oveja que ante sus trasquiladores permanece muda”(Is 53, 7cd); sin embargo, la pasividad es una reacción decidida, brota de una toma de posición, Jesús decide dejarse hacer, lo cual es –por lo demás- un gesto de “aceptación”, de “acogida”, de apertura”, de respuesta amorosa porque amor con amor se paga. Todavía hay un “acto” más rico y poderoso de parte de Jesús: Jesús le perdona los pecados. Al amor que ella ofrece, Jesús le retorna la más gigantesca, colosal y Divina respuesta: ¡el perdón! La perícopa del salmo inicia “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado.” Bendita bienaventuranza para aquella amadora.

Claro que es una respuesta Divina, que -de verdad- sólo Jesús podía otorgar. Cuándo los invitados se preguntan “Quién es Aquel que hasta los pecados perdona” están diciendo sin decirlo que ¡cómo se atreve, si perdonar pecados sólo es facultativo de Dios! La fe hoy nos permite ratificar: ¡Quién mejor que Él, si Jesús es el Amado del Padre, su Unigénito!

Seguramente dos rasgos del actuar de la mujer le permitieron a Jesús visualizar el trasfondo de sus acciones: No acercarse por delante, como buscando ser vista, ser reconocida, llamar la atención; sino que la manera de aproximarse es furtiva, viene y se pone “detrás”. Por otra parte, sus abundantes lágrimas. Este par de pistas hablan de un proceso de cambio, de conversión, de arrepentimiento. Ya antes de llegar a aquel comedor, el corazón de esta penitente venía preparado, vestida de sayal y con la cabeza cubierta de ceniza.

A esta modestia unida al recato se contraponen los arrogantes pensamientos del fariseo. Su soberbia lo lleva a creerse “justo” así como a arrogarse el derecho a juzgar.

Todo el cuadro es una escena de amor: amor que viene, amor que se retorna: Diálogo de acciones amorosas donde las palabras se hacen innecesarias. Se refieren a la frase paulina de la Segunda Lectura: “… el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

«Me encanta el modo tan sencillo de Jesús de aceptar el gesto y el amor de esa pobre criatura humana, de esa hermana…

¡Hemos exagerado tanto el problema del pecado…!

¡Somos tan fariseos…! Aplicamos a los demás la etiqueta de “pecador” como si nosotros mismos no tuviéramos pecado. ¿Quién puede arrojar la primera piedra?

El pecado no es lo que los otros puedan decir que nosotros hemos hecho. El pecado es lo que nos dice nuestra conciencia: “¡Has hecho mal! ¡No deberías haber actuado así”»[1]

Aun cuando cabe añadir que hay conciencias adormecida capaces de “hacer la vista gorda” con sus propios pecados. Ahí tenemos la situación de David, en la Primera Lectura, que había conseguido adormecer su consciencia, a tal punto, que necesitó el auxilio del profeta Natán para concienciar su doble pecado: haberle quitado a Urías el hitita su esposa, Betsabé, y después haber fraguado su muerte.

Gravísimo pecado, pese a lo cual Dios no desiste de su amor. ¡He ahí nuestra confianza! El veredicto de Dios es entregado por boca del Profeta Natán: El Señor te perdona tu pecado. No morirás” (2 S12, 13). Así, una vez más las Lecturas nos hablan del amor irrevocable de Dios.

Ese amor perfecto que nos viene de Dios y que nosotros gastamos la vida entera en aprender a reconocer, aceptar y entrar en sintonía con Él para poderlo corresponder –desde nuestras limitaciones-, contiene la clave esencial de nuestra fe. En la Carta a los Gálatas leemos hoy, que “el hombre no llega a ser justo por cumplir la ley… pues si uno pudiera ser justificado por cumplir la ley, Cristo habría muerto en vano.” Una ruta de la fe –que es, como lo acabamos de ver, la ruta equivocada- es el fetichismo de la ley, que siempre estamos tentados a tomar, en aras de ser fieles. San Pablo nos lo está revelando con todas las letras, la ruta certera es la del Amor. Vivir en el amor, movernos en el Amor, sumergirnos en el Amor de Dios, no temar la crítica, ni la burla, ni los juicios, ni las persecuciones, sino rebozar de amor, gozarnos la locura del amor; amar a Dios en cada flor, en cada paisaje, en cada prójimo, en cada bocanada de aire. Cantar, bailar, saltar de amor. Porque el Amor es el Don precioso de Dios, el ejercicio de su paternidad, es la manera que Él tiene de velar por sus hijos ¡Oh Padre Nuestro! «Nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que Tú nos ames o el de que nos permitas amarte.»[2] Y es que el amor no es sólo el mandamiento perfecto sino que es ya, por sí solo, la felicidad.

Pero hay una enseñanza más en las Lecturas de hoy. Es el gigantesco paso que da el cristianismo frente a la manera excluyente del judaísmo respecto al papel de la mujer. Está en el fragmento de la perícopa de hoy en el Evangelio de Lucas, los versos 8, 1-3. Las mujeres son incorporadas al grupo base fundacional de la Iglesia. Pero, no se pierda de vista que todo el Evangelio gira en torno a la mujer que “fue la que amó más”, si la referimos a Simón que tan sólo lo invitó a cenar y no le ofreció agua para los pies, ni le dio el beso del saludo, ni le ungió la cabeza con aceite. En nuestra Iglesia, la mujer está puesta lado a lado con los hombres y, no es adventicio que rindamos culto de hiperdulía a Santa María Madre de Dios y Madre nuestra teniéndolo por abogada ante su Hijo: «María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor:

Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento»[3].



[1] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander-España. 1985 p. 93
[2] Martín Descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. Ed. Sígueme S.A. Salamanca p. 214
[3] Benedicto XVI. DEUS CARITAS EST #42

sábado, 4 de junio de 2016

COMPADECERNOS


1R 17,17-24; Ga 1,11-19; Lc 7,11-17, Sal 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37

Al abandonar el Tiempo Ordinario, para ingresar en la Cuaresma, dejamos en el 5to Domingo Ordinario. Hoy, para retomar el Tiempo Ordinario, reanudamos con el 10º Domingo Ordinario. En él vamos a ocuparnos del episodio de la resurrección del hijo de la viuda de Naím. La Primera Lectura nos hace caer en cuenta de un paralelismo: En el A. T. tenemos un episodio similar (guardadas las proporciones), se trata del Profeta Elías, quien –también en Naím- resucita al hijo de otra viuda. Y, luego su “discípulo” Eliseo, o, quizás sea mejor llamarlo su “sucesor”, efectúa otra “resurrección”. En el N. T. –en San Lucas- tenemos dos ocasiones en las que Jesús resucita, esta vez y cuando resucitó a su amigo Lazaro; y, en el Libro de los hechos de los apóstoles (segundo tomo de la obra de San Lucas) sus “discípulos, también en dos oportunidades resucitan: La resurrección de Tabita y la de Eutico, el joven que había caído desde el tercer piso. En Elías, por ejemplo, es evidente que el profeta reconoce su impotencia frente a la muerte, sólo puede rogarle a Dios para que Dios “intervenga”, así que Elías tiene un papel instrumental, sencillamente –como  lo reconoce la viuda- media con Dios porque Él es: “un hombre de Dios”.

Resucitar es –para decirlo de alguna manera- un super-poder. En realidad el ser humano poco o nada puede hacer cuando el adversario es la muerte. La muerte es una victoria del Malo sobre nosotros. El Único que se le impone y la vence es Dios. En este caso, Jesús –el Mismísimo Hijo de Dios- se enseñorea sobre la muerte- quizá sea esta la razón para que en esta perícopa sea la primera vez que Lucas se refiere a Jesús como “el Señor”. No es un señorío de gobierno, no se trata de un reconocimiento de autoridad civil o militar, no se expresa un señorío “terrenal” (aun cuando es claro que Jesús es Señor de Cielo y Tierra); sino se quiere “revelar” que Jesús porta sobre Sí, el Pleroma del Amor de Dios, Él es la plenitud soteriológica porque porta en Él toda la liberación, toda la sanación, la total victoria sobre la muerte, insistamos, Vida en Plenitud.

Pero el relato entraña una dialéctica muy textual (quizás en este caso deberíamos decir mejor “una dialéctica textil”) porque entraña un tejido en dos planos entreverados: Jesús es Señor de la Vida, porque es capaz de “compasión”. Sentimos que a Jesús se le “encoge el corazón” al ver que esta mujer ha caído en la total pobreza, en la total soledad, en la más profunda desprotección. Tal vez alcanzara a pensar que su propia Madre llegaría a estar en similar situación. Su Misericordia se desata porque ve a la más débil, a la más desvalida, a la que está sola y sin defensor. El deja actuar su Señorío para re-mendar la precaria situación de la mujer, su penuria. El verbo que usa Jesús para resucitar es el verbo ἐγείρω ¡Levántate! en griego, también ¡Despiértate! Le “dice” al “joven”: Νεανίσκε, σοὶ λέγω, ἐγέρθητι. Y el joven responde en esa misma tónica, se incorpora y se pone a “hablar”. Aquí Vida = Verbo. Al verbo que da Vida pronunciado por Jesús el joven fructifica dando “señas” de vida: hablando.

Esta dialéctica-dinámica se expresa con una serie de verbos de “movimiento”: ἐπορεύθη se dirigió, ἤγγισεν se acercaba, ἰδὼν al verla (momento clave, porque es cuando Jesús ἐσπλαγχνίσθη se compadece; este verbo habla de un emocionarse desde el fondo de las entrañas, es una emoción “uterina”, sensación propia de una madre que experimenta lo que su hijo, con las propias entrañas: «El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»»[1] ), προσελθὼν acercándose, ἥψατο tocó el féretro. Esa dialéctica es la propia de “emprojimarse”, porque el prójimo no es alguien que está cerca, cuya cercanía está dada; ¡nada de eso! Prójimo no se es, prójimo se deviene, cuando uno decide acercarse, comprometerse, co-padecer, solidarizarse. En fin, “emprojimarse” es evolucionar de “distante” a cercano; de indiferente a encariñado, de indolente a interesado. Jesús viene de “lejos” y procede hasta alcanzar la “mínima” distancia. Jesús se acerca tanto que llega a tener la distancia más leve, cuando el doliente está “al alcance de la mano”. Cuando con solo tender la mano se le puede tocar. Muchas veces, si revisamos en los Evangelios, la acción de Jesús desemboca en una relación táctil: ¡Él toca!


Acceder a la fe no consiste en oír a alguien, y así nos lo explica San Pablo en la Segunda Lectura, sino en escuchar a Jesucristo, sólo Él puede entregarnos la Buena Noticia; sólo Él puede transformarnos, convertirnos, cambiarnos el corazón de piedra por uno, verdaderamente, de carne. Solo Él sabe sensibilizarnos para que sintamos desde nuestras entrañas, las angustias, los dolores, las necesidades de las personas. «… el Evangelio es una extraordinaria fuerza de trasformación social. El acaba con las barreras de raza, elimina las discriminaciones sociales e, inclusive, los papeles sociales preestablecidos que afirman que algunas funciones son propias solamente de hombres y otras de mujeres. La propuesta del Evangelio es… la de una sociedad donde la vida fluye para todos, y donde todos disfrutan de los bienes de la vida en el compartir  y en la fraternidad. En síntesis, un mundo nuevo, donde todos tienen vida y libertad.»[2] Sensibilizarnos, humanizarnos. Así como María fue sensible a la falta de vino de aquella pareja de Caná, así nosotros tenemos que aprenderá a “emprojimarnos”, logrando un sincero interés por lo que acontece al que sufre, al que necesita, al más débil, al indefenso, al desprotegido. No es discípulo el que pasa de largo, insensible, quizás preocupado por otros afanes, como les paso a los levitas que torcieron el camino para no toparse con el samaritano, por la preocupación de incurrir en “impureza ritual”.

Divino Maestro, permítenos siempre poner en el primer lugar, por encima de otras preocupaciones, a nuestro prójimo, a nuestros hermanos, a los Cristos que nos pones en el camino para que nosotros obremos con ellos Jesús-mente y puedas decirnos: “… todo lo que hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo mismo lo hiciste!. Mt 25, 40






[1] Segunda meditación de Papa Francisco en el Jubileo de sacerdotes 2016.
[2] Bortolini, José. CÓMO LEER LA CARTA A LOS GÁLATAS. EL EVANGELIO ES LIBERTAD. Ed. San Pablo.2002 Bogotá D.C. –Colombia  p.11