sábado, 22 de febrero de 2014

PUEDE PARECERTE INCREÍBLE O IMPOSIBLE…


Exigencias que nos plantea el mandamiento del amor.
Lev 19, 1-2. 17-18; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13 (R.: 8a); 1Cor 3, 16-23; Mt 5, 38-48

Ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo.

Lev 19, 2

…a Mateo le interesa sobre todo formar al cristiano dentro de la comunidad.

Card. Carlo María Martini

«… mientras recuerda la ley antigua, Jesús introduce dos importantes novedades.


La primera es la unión de los dos mandamientos. Para Jesús la caridad es un hecho complejo y articulado. Ahonda sus raíces en una donación a Dios sin reservas: toda persona con sus cualidades, sus proyectos, sus capacidades operativas, debe confiarse a la voluntad de Dios, al proyecto de amor que Dios tiene sobre los hombres. La manifestación visible y dinámica de esta confianza es la dedición a todo hombre considerado como hermano, un prójimo, otro uno mismo…La segunda novedad es la sorprendente y revolucionaria concepción de prójimo… Prójimo no es aquel que tiene conmigo relaciones de sangre, de raza, de negocios, de afinidad sicológica… Prójimo me hago yo mismo en el momento en el que, ante un hombre, aunque sea forastero o enemigo, resuelvo dar un paso que me acerca, me aproxima…

… En el llamado discurso de la montaña se puede encontrar un ejemplo concreto de esta novedad. Allí se describe la vida del discípulo que, precisamente porque ha encontrado el Reino de los Cielos, es decir, la bondad, la misericordia del Padre de Jesús, vive una vida de caridad que cumple y supera la ley antigua. El modelo del discípulo es el amor mismo del Padre: “Sean perfectos como es perfecto su Padre que está en el cielo” (5,48).»[1]



Y Dios creó al hombre. Lo hizo integro e integral. Como producto de su Caída, quedó dividido, fraccionado, su integralidad se perdió. Los trozos eran portadores de “imperfección”, de “incompletitud”. Cada trozo era individualista, cada uno iba por su lado, dominado por su propio egoísmo. Se hizo frágil, se volvió débil, propenso al error, y como si eso fuera poco, se hizo pecador, adquirió esa proclividad al mal que denominamos concupiscencia. En fin, que esa fractura lo hizo vulnerable y lo que era sólo una alienación se multiplico en alienaciones sin cuanta.

A este fenómeno de desgaste y disminución, una especie de entropía, siguió, como fruto de la Gracia, la Voluntad Redentora de Dios. Desde nuestro punto de vista humano, a una falla sigue un castigo; cada equivocación, cada desvió acarrea “su correspondiente correctivo”. No estamos ni a leguas del pensamiento Divino. En la “mente” de Dios, que no olvidemos que es Padre, al ver caer a su hijo, corre a levantarlo, a sanar sus rodillas si se ha rapado, a consolarlo, a animarlo para que se incorpore y vuelva a procurar aprender a caminar, a correr.



Así, exactamente ha procedido Dios Padre: Nos dio a su Hijo para redimirnos. (En otra parte hemos examinado la pregunta ¿Cómo pudo poner a su Hijo en esa “tortura”? ¿Cómo pudo exponerlo a tanto vejamen, a tanto dolor, al sufrimiento de la cruz? A nosotros nos cuesta entenderlo porque nuestros hijos son personas diferentes de nosotros, pero en la dimensión Divina Dios-Padre y Dios-Hijo, en virtud de su Amor tan pleno y perfecto, son la misma Persona, aunque son dos “personas” distintas”. Dios Padre no nos redimió encargándole eso al Hijo, nos redimió con Él mismo, dio su –para decirlo de alguna manera- su más amada Mano y su más amado Brazo, por nosotros, para que fuéramos “recuperados” de nuestra caída.


Cabe también –lógico- la pregunta, si éramos tan integrales, ¿cómo pudimos caer? Ser integral no implica una especie de invulnerabilidad. A este asunto también respondemos reconociendo la grandeza de la Creación de Dios. Dios no creó títeres, ni esclavos. Dios no es un niño inquieto que compra su colección de “muñecos” para hacer con ellos lo que se le antoje. Nos hizo “libres” y quizás nunca alcancemos a penetrar la fantástica dignidad que Dios nos dio al poner frente a nosotros, como lo leímos la semana pasada: la dualidad, la bifurcación, la oportunidad dual: agua y fuego, y nos infundió la “intelección” para el discernimiento, nos dejó entender qué nos conviene entre fuego y agua, el primero como sinónimo de fuego que consume, que destruye, que produce dolor, que nos hace mal; la segunda como fuente para saciar la sed, para lavar, limpiar, vivificar. No nos mandó sin instrucciones, nos dio las señas necesarias: Comer de todos los árboles del huerto, excepto del Árbol del Bien y del mal. Cfr. Gn 2, 16-17.



Dice Benedetti en su poema “Croquis para algún día” que:

«De tanto pueblo y pueblo hecho pedazos
seguro va a nacer un pueblo entero,
pero nosotros somos los pedazos.»

Y aplica, nos parece leer entre líneas una certera reflexión teológico-antropológica, que anida una profecía brillante, luminosa, radiante, que con seguridad nacerá un pueblo entero, aquí nosotros no leemos un entero cuantificador (mucha gente que conforma un pueblo), nosotros entendemos allí, con la palabra “entero” un pueblo integral, un pueblo virtuoso, capaz de remontar sus alienaciones, de escalar las cimas de lo moral, de sobreponerse a su fragilidad. Y el vate nos lo confirma cuando a continuación leemos:



Tenemos que encontrarnos,
cada uno somos el continuo del otro
en las junturas quedará la historia
de una buena esperanza remendada.

La esperanza es que seamos capaces de dejar que la redención rinda sus frutos. Jesús ha sembrado su Sangre en nuestros corazones, en el centro mismo de nuestra “tierra fértil” y nosotros estamos llamados, invitados, a las Bodas del Cordero. De nosotros depende –otra vez optar entre Agua y Fuego- si nuestro corazón quiere dar agrazones o almíbar.

La esperanza es que lleguemos a ser comunidad integrada que habrá superado sus propio-centrismos, sus intereses creados y fomentados individualistamente. Que entendamos la verdad del cristianismo. Cabe recordar que lo hemos convertido en “ritos”, en lavarnos las manos hasta los codos, en declarar corbán, no sólo lo que podría servir para ayudar a nuestros padres, sino para ayudar a cualquier prójimo sin distingos entre judíos y samaritanos, sin discriminación alguna.



No basta bautizar a los hijos, no basta casarse por la Iglesia, no basta ir a misa todos los domingos, no basta vivir piadosamente las semanas Santas y las Navidades; porque el Mandamiento central, el que nos hace cristianos, es el Mandamiento Nuevo: el del Amor.

Otra idea que hemos trabajado y que consideramos necesario retomar aquí, tiene que ver con la supuesta inalcanzabilidad de la ley “perfeccionada”, “plenificada” por Jesús. Se dice, entonces, que nadie puede vivir según esa ley: ¿Quién puede poner la otra mejilla para recibir una segunda cachetada? Y, aun cuando nuestra cultura nos la ha mostrado como “ley imposible”, si se puede vivir según ella lo dicta. Cada uno de los “Santos” del canon, nos ha mostrado que es posible vivir como nos enseñó Jesús, que es posible –con esfuerzo tesonero- ir poniendo nuestros pies en sus tiernísimas huellas, poner nuestro siguiente paso allí donde Él pisó primero.

Vivir la Ley Plenificada como la perfeccionó Jesús es respetar la vida y la honra, el buen nombre de todos nuestros prójimos; es respetar la relación con nuestra pareja, respetarla  no sólo con nuestros cuerpos sino también con nuestros pensamientos porque ni una mínima infidelidad mental puede manchar ese respeto; es, también, esforzarnos en la indisolubilidad conyugal comprendiendo que la separación, la disolución del vínculo afectivo entre aquellos que han llegado a ser “una sola carne” equivale a un descuartizamiento, es arrancarse la otra mitad, es desmembrar sin anestesia los miembros, los órganos, los sentidos, por eso tan importante y tan vital la decisión cuando  damos el paso de entregarnos al otro para ser su otra mitad porque con la pareja elegida se empiezan a entretejer nervios y huesos y músculos, la vida entera.



Y una de las actitudes más importantes consiste en revalorizar la palabra. Recordemos que “en el Principio era la Palabra y aquel que es la Palabra, estaba con Dios y era Dios”, la palabra es entonces un “absoluto”, es lo que llama al ser a su existencia, también a su misión. La palabra más allá de su función fónica y semántica, trasciende hacía lo ontológico, compenetrando el nombre del ser con la palabra que lo menciona (metafísica de la interrelación entre nombre y ser). «Jesús dice: no basta no jurar falsamente, si el corazón no está purificado de la continua doblez que lo anima, del deseo de aparecer ante los demás por lo que no es, de basarse siempre en las palabras, de hacer ver las cosas como no son, esto es, de la continua mentira de la vida.»[2]


«Es bueno para el alma no cultivar los odios. Pero también es bueno para el alma, levantarse y llorar los pecados: es un modo de reconstruir lo dañado. Amar a que me quiere es la cosa más fácil y placentera. Amar al que me hace mal y llorarlo, no con lágrima de rabia, sino de pena, es más difícil. Pero es mejor, y es una manera de expresar el amor…»[3]

Por eso dar paso al “Reino de los cielos”, pedir que venga a nosotros, rogar al Padre Celestial que se haga su Voluntad así en la tierra como en el Cielo, significa aceptar esa que parece una locura: el verdadero cristianismo, ese que está lleno de absurdos, absurdos increíbles, que tantos han dicho que es sólo para locos, y es cierto, cristiano sólo puede ser el que está loco de amor, del amor que le infunde el Espíritu Santo. Es un Amor que es vida, y es vital, que está lleno de vida y comunica vida.

Que pobre es nuestra fe si se limita a ritos. Que pobre es nuestra fe si es de sólo rezos cuando Dios está esperando que nuestras oraciones se vuelvan actos, verbos. Lo primero que nos pide es orar pero añadiéndole el elemento esencia, una acción que nos toca a nosotros, si queremos que la oración sea escuchada, lo primero que tenemos que hacer es una acción. Creer. Allí donde no se cree, donde impere la incredulidad, no habrá milagros.

Creer tiene otras implicaciones: Creer es creer que la muerte no tiene la última palabra, que la violencia no tiene la última palabra, que el desamor no tiene la última palabra. Que la última Palabra es luminosa, es de vida, es de fraternidad, es de replanteamiento de las relaciones interpersonales. Es creer que la solidaridad y la fraternidad de todos los seres humanos será posible, derrotando los egoísmos, las envidias. Creer implica aceptar que va a nacer un pueblo nuevo, un pueblo que no mate a la gente de hambre, de desempleo, que no mate a la gente por negocio, por poner en primer lugar la ganancia, los propios intereses.

Creer es ver al ser humano como ser social, pero no solamente como un agregado de personas que le temen a la soledad y que por no estar solos cohabitan odiándose. La sociedad  es un proyecto de estar juntos para cuidarnos unos a otros, para velar por todos y que todos seamos recíprocamente cuidados, defendidos, protegidos. Creer es comprometernos a vivir como comunidad, no despedazados, pulverizados como producto de la caída, sino reunificados, re-ensamblados: El Señor puede tomar nuestro barro y romperlo y, deshacer la vasija y volverla a formar, pero esta vez sin fisuras, esta vez blindada, vacunada contra las insidias del Malo. ¡Que la preciosísima y poderosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, le ate las manos al Malo y lo vuelva absolutamente impotente!



Creer es aceptar una metanoia profunda y radical que nos lleve a vivir el Evangelio, que nos capacite para cumplir línea por línea y letra por letra el Sermón del Monte. Que permita que sepamos que es posible lo que a simple vista parece imposible; porque así sea imposible Dios mismo lo hará posible; porque para Dios no hay imposibles, y “en las junturas quedará la historia”. La historia será un pasado vergonzoso, cuando el hombre era lobo para el hombre. Todo eso será cuando aceptemos “cada uno ser el continuo del otro”, porque no somos todos sino el mismo, el integro, el integral, el hombre como salió de las Divinas Manos, uno, no-deshilachado, no-desflecado, no troceado. El corazón del hombre troceado no descansa sin la ley del talión, ya lo dijo Gandhi, “ojo por ojo y el mundo terminará ciego”.

«Si el hombre no  se abre a la potencia de Dios y sólo quiere hacerse honesto por sí mismo, no logra ni siquiera llegar al límite decente, justo, de honestidad.»[4]  



«…tú pretendes saber amar al prójimo, saber formar comunidad; pero si a un cierto punto no sabes también convivir con quien te da fastidio, con quien te es hostil, es inútil que digas que amas al prójimo, tienes que reconocer tu incapacidad para formar verdaderamente comunidad.»[5]

«Por eso, el quehacer del hombre que desea acercarse sinceramente a Dios ya no puede ser otro que el conocimiento y el amor a Jesucristo. Ir por este mundo recogiendo las huellas que Jesús dejó a su paso por la tierra.»[1a]

[1a] Amígó, Mnsr. Carlos. QUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá-Colombia 1ª reimpresión 1992. p.



[1] Martini Card. Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá – Colombia 1995. pp. 73-74
[2] Martini Card. Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1996 p. 95
[3] Muñoz, Héctor. CUENTOS BÍBLICOS CORTITOS. Ed. San Pablo 1ª reimpresión Bs.As.- Argentina. 2004. P. 65.
[4] Martini Card. Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1996. pp. 94-95
[5] Ibid. pp. 96-97

sábado, 15 de febrero de 2014

GUIADOS HACIA LA PLENITUD


Sir 15, 15-20; Sal 119(118), 1-2. 4-5.17-18.33-34. (R.: 1b); 1 Cor 2, 6-10; Mat 5, 17-37


Es preciso el más del amor y de la utopía
para volver posible lo imposible
y empezar a volar,
dejando de arrastrarse por el suelo…
Quieres vernos…
guiados no por el metro o la balanza,
sino por un amor sin medida
que todo lo excusa, todo lo soporta, todo lo perdona,…

Averardo Dini

Sean ustedes perfectos como su Padre que está en el cielo es perfecto.

Mt 5, 48



Mateo, al redactar su Evangelio, quiso poner en boca de Jesús cinco discursos para asimilarlo con Moisés para que podemos ver en Él al Nuevo Moisés, el Moisés del Nuevo Testamento, comisionado por el Padre para establecer la Nueva Alianza. Por otra parte, en los capítulos 5 al 9 este Evangelio nos presenta el tema de la llegada del Reino de Dios. Nosotros estamos llegando ahora a la perícopa del capítulo 5, del versículo 17 al 48 (de la cual leemos hasta el verso 37 en este VI Domingo Ordinario, ciclo A), donde se nos muestra la rectitud y la fidelidad de las relaciones interpersonales según la Voluntad de Dios en el contexto de la llegada del Reino de Dios. «La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7,27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías… No se trata de abolir, sino de llevar a cumplimiento, y este cumplimiento exige algo más, y no algo menos de justicia,… se pone el acento en la máxima fidelidad, en la continuidad inquebrantable, al seguir leyendo, llama la atención que Jesús presenta la relación de la Torá de Moisés y la Torá del Mesías mediante una serie de antítesis: a los antiguos se les ha dicho, pero yo os digo,…»[1]

Absolutamente libres


Hemos hablado de continuidad entre el judaísmo y el Cristianismo. ¿Se puede hablar también de ruptura, de quiebre? Como quien dice, hasta Jesús el judaísmo era una cosa y a partir de Él es otra, totalmente distinta, donde se conservan algunos elementos, pero lo esencial es otra cosa, muy diferente. De cierta manera sí, pero no es una ruptura de καταλῦσαι (del verbo καταλύω)  “derogación”, de “abolición”, de “derrocamiento”, de “perdida completa”.  Más bien se trata de una πληρῶσαι (del verbo πληρόω) “superación”, de una “plenificación”, de una “completación”, de “profundización”, hacia un “cumplimiento total”, “cabal”, “por entero”. Digamos, como si hasta allí todo estuviera bien, faltándole sólo los “toques maestros”. Jesús nos explicará cuales son estas piedras de toque que hacen de todo lo cristiano, el mismo judaísmo pero llevado ahora al grado sumo, a lo pleno, a lo totalmente “lleno”, en el sentido de no faltarle ni una gota.



Perfecta pedagogía del Divino Maestro, no construye un discurso teológico-filosófico sobre la diferencia y las pautas para su “superación”. Su didáctica se apoya en ejemplos concretos, seis, (de los cuales hoy leemos los cuatro primeros): i) No mataras, ii) No cometerás adulterio, iii) el que repudia a su mujer que le dé acta de divorcio, iv) No jurarás en falso (los otros dos –que no están en la perícopa de hoy son: v) ojo por ojo, diente por diente (ley del talión); y, vi) amar al prójimo y odiar al enemigo).

La primera Lectura nos deja ver una fabulosa aproximación al mapa del país de la Libertad: “A ninguno ha ordenado que sea malo, ni ha dado permiso a nadie para pecar.” Y, sin embargo, como está dicho en esta Lectura, pone frente a nosotros las dos opciones, somos libres de escoger, no sólo de escoger la opción que podamos preferir, sino también nos deja claro que la elección tendrá consecuencias, porque el fuego quema, mientras el agua refresca; el fuego daña, el agua (bueno, también puede llegar a dañar si se usa con criterio destructivo) pero el fuego “quema”, “calcina”, “carboniza”; el agua no; podemos hasta bañarnos en ella o beberla y más bien nos beneficia. Los dos están allí, frente a nosotros, está en nuestra mano optar, y la Lectura así lo afirma. Agua y fuego son elementos de comparación, son imágenes que se refieren a la fidelidad o la infidelidad frente a los Mandamientos, frente a la Ley de Dios.



Dios nos entregó los Mandamientos como una especie de “flecha direccionadora” pero la Ley con relación a la Libertad es tan sólo como una suerte de esqueleto que da soporte y estructura; sin embargo, la Ley misma tiende a desecar, a fosilizar, a esclerotizar. A la Ley dura y fría hay que ponerle músculos, tejidos, cartílagos, tendones, piel.

Dios no habría podido “esperar” nada de nosotros si no nos hubiera dado una “pista” sobre sus “expectativas”. Por eso, nos indicó: “Puedes comer del fruto de todos los árboles del huerto, menos del árbol del bien y del mal. No comas del fruto de ese árbol porque si lo comes, ciertamente morirás” Gn 2, 16b-17. Transcribamos aquí una parrafada de la Veritatis Splendor # 35: “Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.



La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve.”

Y añadiremos un fragmento del numeral 41: “Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior.

Ni estamos a ciegas, ni andamos perdidos

La libertad es como el juego axial de una bisagra, que a su vez depende de las hojas, el pasador y la articulación (o gozne); estos tres últimos son la Ley. De tal manera, el conjunto de las Lecturas de este Sexto Domingo Ordinario del ciclo A, integran un conjunto articular cuyo eje pivota en la dialéctica libertad-ley.

A ello nos conduce el Salmo Responsorial. Se trata de un Salmo de Suplica. Es el más largo de toda la colección de Salmos que nos trae la Biblia. Cada estrofa está orientada y modelada sobre una de las 22 letras del alefato (alfabeto hebreo). Entonces estamos hablando de un Salmo de 22 estrofas; son en total 176 versos puesto que las estrofas están organizadas en octetos. Constantemente alude a la Ley de Dios.



¿Cómo podemos interpretar el hecho de que sea el Salmo más largo y que gire todo él en torno a la idea de la “Ley”? como mínimo podemos pensar que la Ley es algo muy, pero muy importante para nuestra fe.

Si estuviera perdido en lo más denso de un bosque, brújula y mapa serían mis herramientas más útiles, recurso para mi salvación, para encontrarme, para des-perderme. Esa es la Ley para quien busca y se procura los senderos de la justicia, para quien se afana por caminar los Caminos del Señor, para todo aquel que quiere que su voluntad transite por las misma vía que la Voluntad del Señor.



Sin Ley seríamos esclavos de la incertidumbre, sin saber dónde estamos, ni para dónde vamos. Como el extraviado es esclavo de su pérdida sin mapa y sin brújula. ¿Cuál es la Voluntad de Dios?, ¿Qué es lo que Dios quiere para mí? Y la respuesta está escrita en la Ley. Hay una hermosa y a cuán más de romántica referencia que compara el Amor de una pareja con la Ley. Lejos de ser esclavitud es dicha su cumplimiento. ¿Qué quiere la amada que no sea motivo de dicha podérselo cumplir? ¡Pida el ser amado y yo seré feliz accediendo a su pedido! Así, punto por punto, camina la Ley de Dios respecto de nuestra Obediencia, ¡Dicha sin igual, dicha sin par, poder consagrar cada latido de mi corazón a complacer a mi Señor!



El Malo te susurrará que le desobedezcas, pero tu Ángel te besará con su dulzura ¡Sé obediente! Para que en cada segundo de nuestra existencia toda nuestra piel, todos nuestros sentidos, todas nuestras acciones y cada poro declaren: Hágase, Señor, tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo. Porque el Cielo no es un lugar, es cualquier lugar y todos los lugares donde quien reina es Su Santa Voluntad y no la nuestra, frágil y caprichosa, capaz de desvió, de traición, de falla, débil por su “caída” que la hizo endeble, falible, que la hizo engañable, que la volvió confundible. «El hombre, después del pecado, por impericia y engaño, considera que el bien es un mal y que el mal es un bien»[2]

Pero Jesús mismo, desde el Altar de su Cruz (nos lo confirma la Segunda Lectura), por las vías sacramentales nos ha entregado, nos legó la Luz; en nuestro fondo está el Faro. Nuestra tarea consiste en dejar que el Faro resplandezca; como lo dijimos el Domingo anterior glosando el Evangelio, que la pongamos sobre la repisa para que su esplendor nos alumbre y alcance a otros (y no debajo del celemín).



«Así como Moisés, desde el Sinaí, había dado a su pueblo el gran código para encaminarse hacia Dios, así también Cristo, desde otro monte proclama otra ley, pero una ley más perfecta. En el Sermón de la Montaña, Cristo establece los preceptos que rigen las principales situaciones del hombre. Mateo nos presenta, con su compilación de varios aspectos de la doctrina de Cristo el espíritu que anima a los que quieren entrar en el reino de Dios, el perfeccionamiento de las leyes y prácticas del judaísmo en cuatro puntos principales, el desprendimiento de las riquezas y consiguiente liberación de sus ataduras, que amenazan arrastrarnos hacia abajo; las relaciones con nuestros prójimos que sirven de seguro contraste en nuestras relaciones con Dios; finalmente, la llamada del Reino y nuestra respuesta,…»[3].



[1] Benedicto XVI. JESÚS DE NAZARET. 1ª PARTE Ed. Planeta. Bogotá – Colombia 2007 p. 130-132
[2] Fausti Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2da reimpresión 2011. p. 77
[3] Fannon, Patrick. LOS CUATRO EVANGELIOS. Ed. Herder Barcelona-España 1970 pp. 89-90

sábado, 8 de febrero de 2014

CREADOS PARA VIVIR EN LO ALTO DE UN MONTE


Is 58, 7-10; Sal 112(111), 4. 5. 6-7. 8a-9 (R.: 4a); 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16

Señor,…
Ayúdame a no esconderme,
a seguir alumbrando los cruces de la vida
para que sea siempre más seguro el andar
de todos mis hermanos y de cada hermana mía. Amén.

Averardo Dini

No somos la luz, pero podemos alumbrar con la Luz de Cristo

Una de las liturgias que más nos emociona, por su riqueza signica, es aquella -¿la recuerdan?- que empieza con el templo a oscuras, y, de pronto una “Llama” rompe la oscuridad, y luego, se van encendiendo las velas en un  maravilloso contagio luminoso.



¿Qué pasaría si no transmitimos la Luz? La primera cosa que cabe predecir es que cuando se acabe nuestra vela, la luz se extinguiría para siempre, a menos que haya otra vela encendida en alguna parte, que nos permita ir a ella por el fuego que, entonces sí, volvería a iluminar. Así está nuestra responsabilidad, conservar la luz, mantener la oscuridad bajo control, implica “contagiar la luz”, pasarla de mano en mano, cuanto más se distribuya y se amplíe el círculo de los que la han recibido, mayor será la garantía de que la luz nunca se acabe. Llevemos un poco más allá la analogía: cuando se prenden dos, tres, cuatro velas, la luminosidad que se genera es mucho más del doble, el triple y el cuádruple; podríamos afirmar que el efecto luminoso de la luz no es sumativo sino multiplicativo.

Así, frente a un siglo de tiniebla se requieren muchas manos que se acerquen a Jesús y recojan Su Luz, con su propia vela, y la lleven allende todas las fronteras. De quien son las manos que recogen la Luz, son las manos de los Discípulos-Misioneros.



Una vez pasaron por la televisión esta ceremonia. Mostraron una toma que era un paneo en picado, ¡qué maravilla!, ¡qué catequesis! Ahí entendimos lo que significa “Cuerpo Místico de Cristo”, ahí entendimos que todos unimos nuestras manos para “Ser Él”, que entre todos derrotamos la oscuridad. Entendimos que el aporte de cada uno es valioso en esta guerra entre la Luz y las Tinieblas. Entendimos –también- que Jesús no tiene manos, y depende de nuestras manos para servir, acariciar, atender, construir el Reino.

Misterio del Evangelio, Misterio de la alegría

«Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que -ampliar su gabinete de investigaciones, fue a alquilar una casa que colindaba son un convento de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa... salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa, limpias carcajadas, un brotar inextinguible de alegría. Y era un gozo que se colaba por puertas y ventanas. Un júbilo que perseguía al investigador por mucho que cerrase sus postigos. ¿Por qué se reían aquellas monjas? ¿De qué se reían? Estas preguntas intrigaban al investigador. Tanto que la curiosidad le empujó a conocer las vidas de aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenarles la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?



Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras ficciones, puros sueños sin sentido, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.

Y comenzó a obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de oleadas de risas que ahora escuchaba a todas horas. Y en su alma nació una envidia que no se decidía a confesarse a sí mismo. Tenía que haber "algo" que él no entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no podía ser otra cosa que una acumulación de soledades?

Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón.
-Es que somos esposas de Cristo.
-Pero -arguyó el científico- Cristo murió hace dos mil años. Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba. -Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace mil ochocientos noventa y un años fue que, venciendo a la muerte, resucitó. -¿Y por eso son felices?
-Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.



Me pregunto ahora cuántos cristianos se dan cuenta de que ése es su "oficio", que ésa es la tarea que les encomendaron el día de su bautismo. Me pregunto por qué los creyentes no "perseguimos" al mundo con la única arma de nuestras risas, de nuestro gozo interior. Me pregunto por qué a los cristianos no se les distingue por las calles a través del brillo de sus ojos. Por qué nuestras eucaristías no consiguen que salgan de las iglesias oleadas de alegría. Cómo puede haber cristianos que se aburren de serio. Que dicen que el Evangelio no les "sabe" a nada. Que orar se les hace pesado. Que hablan de Dios como de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman. Me pregunto, sobre todo, qué le diremos a Cristo el día del juicio, cuando nos haga la más importante de todas sus preguntas:

-Cristianos, ¿qué habéis hecho de vuestro gozo? Porque lo mismo que los apóstoles convivieron con Cristo tres años sin acabar de enterarse de quién era aquel que estaba entre ellos y necesitaron su resurrección y, sobre todo, la venida del Espíritu Santo para descubrirle, nosotros, veinte siglos después aún no nos hemos enterado del estallido de entusiasmo que significó su nacimiento y fue su vida.



Cuando Dios se muestra hay siempre una revelación de alegría. Su llegada al mundo estuvo rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo conocieron quedaron trastornados -como comentó Evely-: Isabel, la estéril, da a luz; Zacarías, el incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su madre; José, que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios; María, la Virgen, se hace madre sin dejar de ser virgen; los pastores, los despreciados, cuya palabra no tenía siquiera valor en los juicios, se convierten en conversadores con los ángeles; los magos abandonan sus reinos, dejan su tierra y dan todo lo que tienen; Simeón, el viejo, deja de temer a la muerte. Es la alegría. Ninguno sabe explicarla. Todos la viven y se sienten inundados por ella.

Y en la vida pública de Jesús hay un viento de esperanza que crece a su paso- los apóstoles, torpes y egoístas, lo dejan todo y le siguen; Zaqueo, el rico, da su dinero a los pobres; la gente más inculta se siente embelesada oyendo la palabra de Dios y hasta se olvida de comer por seguirle; a la gente se le multiplica el pan entre las manos; el agua se vuelve vino; los enfermos bendicen a Dios; los paralíticos se levantan bailando; los leprosos sienten reverdecer su carne; la samaritana encuentra, por fin, un agua que le quita para siempre la sed; María Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios; Jesús anuncia a los pobres que son felices y que podrán serlo sin dejar de ser pobres y que lo serán precisamente porque son pobres... y los pobres le entienden; hasta las aguas se calman y las tempestades cesan.


Y Jesús no se cansó de predicar el gozo:
"Os dejo mi paz, es mi paz la que yo os doy, no la que da el mundo" (Jn 14, 27).
"Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo" (Jn 15, 11). "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16, 20).
"Si me amáis, tendréis que alegraros" (Jn 14, 27).
"No, yo no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros" (Jn 14, 18).
"Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentaréis nadie os lo podrá arrebatar. Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo" (Jn 16, 22-24).
"Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (In 15,1 l).

Y es el temor lo que más le disgusta en los suyos. Por eso se pasa la vida calmándoles y tranquilizándoles. "No temas recibir a María", dice el ángel a José cuando vacila en recibir a su esposa (Mt 1, 20). "No temas, cree solamente", dice Jesús al ciego que le pide ayuda (Le 8, 50). "No temáis, pequeño rebaño", repite a los suyos (Le 12, 32). "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?", reprende a los apóstoles momentos antes de calmar la tempestad. "No temáis, vosotros valéis más que muchos pájaros", explica a quienes temen por sus vidas (Le 12, 7). "Confiad, yo he vencido al mundo" (In 16,33), recuerda en la última cena.

Incluso después de la resurrección tendrá que dar una tremenda batalla contra el miedo de sus apóstoles. Las piadosas mujeres van hacia la tumba con el alma aplastada por la muerte del Maestro amado con la única angustia de quién levantará la piedra del sepulcro y de sus almas. Los de Emaús han perdido ya todas sus esperanzas. Comentan que "nosotros esperábamos" que fuera el salvador de Israel, pero ya no esperan. "No temáis, soy yo", tendrá que explicar a los doce al aparecérseles, porque aún no les cabe en la cabeza la alegría, porque han podido digerir la muerte de Cristo, pero no su resurrección. Tiene forzosamente que ser, piensan, un fantasma.

¿Y hoy? Han pasado veinte siglos y aún no hemos perdido el miedo. Aún no estamos convencidos de que las cosas puedan terminar bien. Y nos hemos fabricado un Dios triste, un Cristo triste, una Iglesia triste, unos cristianos aburridos.

Cuando en una corrida de toros el público bosteza los cronistas comentan: "La gente estaba como en misa" porque, al parecer, a la misa le van las caras largas y los rostros sin alma.

Julien Green, cuando la idea de la conversión comenzaba a rondarle la cabeza, solía apostarse a la puerta de las iglesias para ver los rostros de los que de ella salían. Pensaba: Si ahí se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a la muerte y resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o ardientes, luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: "Bajan del Calvario y hablan del tiempo entre bostezos."»[1]



Esta anécdota de Julien Green nos hace todavía más conscientes de nuestra enorme responsabilidad, que podemos alejar a muchos, que podemos enfriar a los que ya estaban calentándose, a los que estaban a punto de “convertirse”, ¡qué terrible!, ¡qué perdida! Que alguien que estaba a punto de llegar, se devuelva, se arrepienta, se vuelva a enfriar. ¡Que llevemos siempre su Luz entre nuestras manos, es más, que nuestras propias manos se incendien y sean  teas luminarias! (A la mayor Gloria de Dios).

No nacimos para ser sal insípida, sal para botar a la basura. No nacimos para vivir debajo de una olla, de un balde, de un celemín. Nacimos, a la vida de la fe, para ser difusores de la Buena Nueva, de esa Noticia Feliz que nos invade hasta el último poro de esperanza, de optimismo, de confianza en el Amigo-que-nunca-falla.



[1] Martín descalzo, José Luis. RAZONES PARA LA ALEGRÍA (CUADERNO DE APUNTES II). Sociedad de Educación Atenas. Madrid-España  2ª ed. Julio 1985. pp. 205-208